miércoles, 21 de marzo de 2012

Historias de Gestalt: Recuperar el Ser Haciendo la Digestión de Ideas Tóxicas

Introyección: Es Incómodo Usar Ropa hecha a la Medida de Otros

En los capítulos anteriores hemos visto que la proyección consiste en poner en el mundo algo que nos pertenece a nosotros porque no podríamos tolerar que eso fuese nuestro. La introyección es el mecanismo opuesto y consiste en tomar algo que es del mundo y usarlo en uno mismo artificialmente. Si lo que sucede en la proyección es que al mirar el mundo lo que en realidad vemos es una parte de nosotros mismos creyendo que es del mundo, en la introyección hemos pegoteado cosas que son del mundo sobre nuestro ser y acabamos creyendo que esos trozos pegoteados somos nosotros mismos. Es como si hubiésemos tomado la decisión de usar la ropa de otros sin habernos preocupado de llevarla al sastre para que arregle las medidas. No podemos estar cómodos.

Esa ropa ajena que nos imponemos usar son creencias acerca de cómo deberíamos ser, pensar, sentir y actuar que no han pasado por un proceso de “digestión” de modo que podamos asimilarlas y acomodarlas en consonancia a con nuestro ser real. La consecuencia más trágica es que acabamos olvidando qué es lo que realmente pensamos, sentimos y queremos. Nuestra identidad es reemplazada por una identidad postiza, adquirida para sentirnos seguros cumpliendo las expectativas de otros.

¿Sentirnos seguros? En efecto, ocupamos los mecanismos de defensa cada vez que nos vemos enfrentados a situaciones que nos causan angustia cuando nos sentimos atrapados entre al menos dos alternativas desalentadoras. Por ejemplo, un niño tiene ganas de llorar pero sabe que si su padre lo oye llorando le dará un castigo por “ser poco hombre”. En este caso, el niño tendrá que elegir entre aguantar su llanto –evitando así el castigo y la herida a su autoimagen, ganando quizás la admiración de su padre-, o bien, llorar a pesar de todo. Si llora podrá deshacerse de la tensión interna y sentirá cierto alivio, pero se verá enfrentado al castigo del padre. Si no llora, su padre podría hasta felicitarlo, sin embargo, tendrá que bancarse la angustia que implica retener sus lágrimas. En cualquier caso, perderá. Es ante este tipo de situaciones donde desarrollamos mecanismos de defensa: en su momento resultan adaptativos y necesarios, pero lamentablemente, una vez que los aprendemos, seguimos aplicándolos a todo tipo de situaciones de modo innecesario y con consecuencias nefastas.

¿Qué relación tiene este ejemplo con la introyección? Si este niño eligiera no llorar es probable que acabe por introyectar la expectativa que su padre tiene de él convirtiéndola en un imperativo como “no debo llorar”. Pero esto no es suficiente para que el mecanismo de defensa sea efectivo, pues todos sabemos que aguantar una emoción es extremadamente desagradable. Este niño necesita además eliminar de su consciencia el malestar que provoca retener su emoción. Para eso será necesario hacer más fuerte la identificación con el introyecto añadiendo insignias a la propia autoimagen con ideas tales como “a mí nunca me da pena”, “yo siempre soy fuerte”, “soy invencible”, “que orgulloso estoy de mi mismo porque nada me entristece” y con conductas que refuercen esas mismas ideas obligándose quizás a sonreír, a resolver los conflictos a golpes y a exponerse a peligros. Finalmente el niño se convence a sí mismo de que la angustia que siente no es suya –porque él es un hombre rudo, según aprendió-, y proyectando el impulso prohibido sobre el mundo, se deshace de la angustia y termina por concluir que él es el niño que su padre quiere ver. Parece que hubiese logrado resolver su conflicto. Es verdad, ha logrado salir del paso, pero hay algo que no llega nunca a quedar en su sitio. El introyecto ha deformado su verdadera identidad. Ha vendido el alma al diablo.

Recuperar la Responsabilidad sobre Uno Mismo

Cuando enseño a otros sobre la introyección, una de las primeras conclusiones a las que llegan las personas es que la culpa de todo este daño es de la sociedad que nos obliga a traicionarnos a nosotros mismos. Si bien en parte esto es cierto, tiene escaso valor terapéutico ver las cosas de este modo ya que desde esta perspectiva la responsabilidad por lo que sucede dentro de nosotros es del mundo, de nuestros padres, profesores, amigos, etc., y si seguimos por este camino llegaremos al convencimiento de que la sociedad está podrida porque no nos deja ser.

La verdad es que nosotros hemos hecho la elección de traicionarnos a nosotros mismos para salvarnos en una situación difícil. Y el problema no radica en traumas del pasado que de modo misterioso influyen sobre nuestro presente. El problema es que hoy seguimos traicionándonos en situaciones en las que no es necesario defenderse. Siguiendo el ejemplo anterior, una vez que el niño se ha hecho adulto, tiene la posibilidad de llorar y tolerar perfectamente que a su padre no le guste su conducta, sin embargo, una y otra vez, a cada momento, vuelve a repetir la elección de no ser quién realmente es intentando demostrarse a sí mismo lo fuerte que es. El padre ya no tiene el poder de ejercer ninguna presión sobre este hombre –quizás incluso ya no esté vivo-, es él mismo quién sigue cumpliendo la expectativa del padre de antaño. Nuestros mecanismos de defensa usados en contextos innecesarios se convierten en una amarga autotortura.

Trabajar con los propios introyectos no da resultado si seguimos culpando a los otros. Es necesario hacernos cargo de nuestras propias elecciones, arrepentirnos de aquellas veces en las que nos fallamos a nosotros por salvarnos –de peligros imaginados la mayor parte de las veces-, para mantener nuestra falsa autoimagen intacta, para no perder la aprobación de los demás y la propia. Y por último, trabajar con nuestros propios introyectos implica redescubrir quienes realmente somos y desarrollar el coraje de ser. No sigamos culpando a otros de lo que nos hacemos a nosotros mismos, eso no ayuda a nadie.

Digerir las Ideas Tóxicas

Los introyectos pueden ser identificados de diversas formas. Están implícitos en las exigencias poco empáticas e innecesarias que hacemos a otros, en nuestras creencias rígidas y fanáticas acerca de cómo debemos comportarnos, en la ansiedad cuando sentimos que no daremos la talla, en la vergüenza, en nuestras idealizaciones, en las actitudes falsas que adoptamos de modo rígido y automático, en la culpa, etc. Con frecuencia, cuando están operando, experimentamos dentro de nosotros dos tendencias opuestas aparentemente irreconciliables –resulta difícil decidir, nos sentimos confundidos o bien, si nos forzamos a hacer lo que no queremos nos sentimos ansiosos e incómodos dentro de nosotros. Podría sucedernos, por ejemplo, que experimentemos la intención de agradar junto con el deseo de agreder, o la intención de hacer cosas junto con el deseo de no hacer nada, o la intención de ver a un amigo junto con el deseo de no ver a nadie.

En casos extremos podemos llegar a sentir que estamos poseídos, nos descubrimos actuando de formas con las que no estamos de acuerdo, más sin poder evitarlo, representamos un papel falso y nos auto-traicionamos –si no somos conscientes de que la presión por representar ese papel es autoimpuesta, tal vez culpemos a los demás y nos sintamos resentidos con ellos por “las cosas que nos hacen hacer”-. Nuestra personalidad se fragmenta; lo que hacemos, pensamos y sentimos no tiene coherencia. La situación puede llegar a ser aún peor cuando hemos introyectado dos ideas opuestas. Podríamos por ejemplo, autoimponernos simultáneamente ser colaboradores por un lado y ser competitivos y agresivos por el otro. Acabaremos sintiéndonos partidos en dos. Gastaremos nuestras energías en determinar qué es lo correcto y olvidaremos la pregunta esencial: qué es lo que quiero y qué es lo que siento.

Para hacer la digestión de los introyectos es necesario primero identificarlos. Luego debemos examinarlos con ojo crítico y revisar en qué medida estamos realmente de acuerdo con esas ideas, qué es lo que realmente sentimos en relación a ellas y de qué modo queremos ser, cuestionando los mandatos que nos hemos autoimpuesto. Literalmente, se trata de moldear estas ideas hasta que tengan nuestra propia medida. No es preciso desecharlas, no se trata de ser rebeldes, sino acomodarlas hasta que dejen de ser un cuerpo extraño. Es necesario rescatar la voz del ser que ha sido silenciada bajo mandatos impuestos con la coacción del miedo y la intimidación. Es poner a esa voz autoritaria y rígida -que todos tenemos- en su lugar, instándola a considerar las circunstancias con mayor realismo y respeto por nuestras necesidades y sentimientos.

Esta digestión no puede llevarse a cabo si nos hallamos incapacitados para escuchar nuestro ser. La clave para llegar al ser es sentir el cuerpo. Todo aquello que nos sucede acontece en el cuerpo. Sin embargo, cuando estamos poseídos por nuestros introyectos estamos más interesados en hacernos calzar dentro de una imagen ideal que de experimentar y expresar lo que realmente somos. Vivimos atrapados en el mundo de las ideas y en lugar de vivenciar la realidad, lo que tomamos por experiencia no son más que los juicios que hace nuestra mente[1]; “esto me gusta”, “esto no me gusta”, “esto es bueno”, “esto es malo”, “esto debiera ser de otro modo”, etc. Funcionando así nos volvemos ignorantes en relación a lo que realmente nos sucede ya que nuestras energías las invertimos en manipular las cosas para obtener el resultado deseado –no por nosotros, sino por las exigencias que los introyectos imponen-.

La salida es poner atención a nuestro cuerpo, específicamente, poner atención a nuestras sensaciones. Las sensaciones corporales poseen un lenguaje que, para quién está habituado a jugar a calzar la realidad con la idea de cómo ésta debiera ser, resulta incomprensible, carente por completo de significado. Pero si atendemos pacientemente al flujo de sensaciones corporales, poco a poco descubriremos que éste es el lenguaje natural de nuestro ser real. Una sensación que en un comienzo parece completamente carente de significado –por ejemplo, un leve dolor muscular en el cuello que podríamos atribuir a haber sostenido una mala postura durante demasiado tiempo-, puede finalmente llevarnos a descubrir sentimientos extremadamente complejos que nos invitan a actuar, sentir y pensar de modos que desafían los mandatos de nuestro ego, de nuestros introyectos.

En la medida en que aprendemos este nuevo lenguaje silencioso y profundo, comenzamos a desprendernos de los roles falsos y las ideas autoimpuestas con las que hemos cargado nuestros fardos. Necesitamos establecer, literalmente, un diálogo entre nuestras ideas y nuestro cuerpo, de modo que las ideas finalmente se conviertan en leales servidores de nuestra alma.

Terapia Gestalt desde Adentro: Digerir la Exigencia de Ser Bueno

Para ilustrar cómo es el trabajo terapéutico con los introyectos en la terapia Gestalt, relataré el caso de un consultante y expondré una sesión de terapia en la cual acometimos esta tarea. Juan es el hermano mayor y desde muy pequeño se sintió compelido a representar el rol de buen hijo ante a sus padres. De diversas formas sutiles y no tan sutiles sus padres le hicieron sentir que él debía comportarse como un buen hombre, considerado con los demás, inteligente, no dar problemas con sus emociones negativas y estar de su parte siempre, a pesar de que esto pudiese ir contra sus propios sentimientos. Creyendo que en el caso de no cumplir con estas expectativas perdería el amor de ellos, introyectó toda clase de mandatos derivados de estas expectativas puestas en él. Como sucede a muchos hermanos mayores, tiene la tendencia a relacionarse con sus hermanos como si fueran sus hijos, aconsejándoles e intentando guiarlos por el buen camino, es decir, el camino que satisfaga las expectativas de sus padres.

El trabajo con este mandato de ser bueno comenzó un día en que me relató un conflicto que había tenido con su pareja. Ella pasaba por un período difícil y se encontraba inestable emocionalmente. Se irritaba y se ofendía con mucha facilidad ante comentarios aparentemente bienintencionados de Juan. El se sentía agobiado por las reacciones de ella y se hallaba en un conflicto entre terminar la relación y el profundo amor que le tenía. Indagando en esta situación, me dijo que ella se quejaba de que él era demasiado exigente, ante Juan sentía que tenía algo malo que debía erradicar cuanto antes, como si ella como persona estuviese mal. Hasta ese día, Juan no había reparado en el hecho de que el problema en su relación no se debía sólo a la inestabilidad emocional de ella, sino que también se debía a la presión que él ponía para que ella estuviese tranquila y libre de conflictos. Le exigía a ella que fuese como él mismo se exigía ser, un buen hijo que no causa problemas a los demás y que tiene la inteligencia justa para resolver sus propios conflictos.

Apenas se hizo consciente que le exigía a su pareja lo mismo que sus padres a él, se sintió incómodo con su propia actitud –fue el inicio del rescate de su verdadero ser-. Pudo ver claramente cómo la exigencia de ser bueno también era un mecanismo de auto-tortura que despierta en él sentimientos de inseguridad, ansiedad y angustia. En la medida en que dejó de identificarse con “Juan el Bueno”, se sintió apenado de haber hecho esas exigencias poco empáticas a su pareja y comprendió que en realidad su deseo más profundo no era corregirla a ella, sino estar con ella y acompañarla. En vez de ser su padre, quería ser su amante y compañero pero el introyecto lo invadía de tal modo que no había tenido lugar para su ser real en la relación cada vez que su pareja “se portaba mal”. Había estado representando el rol de un padre bienintencionado que quiere corregir a su hija –criticándola y haciéndola sentir mala-, papel que le resultaba incómodo y lo hacía pensar en que lo mejor era terminar la relación –aunque no era esto lo que de verdad él quería-.

En otra sesión posterior, mientras me hablaba de su familia y cómo las exigencias de sus padres lo habían llevado a adoptar la actitud de buen hijo, mencionó que tenía un hermano que daba muchos problemas a sus padres y que se salía por completo del molde al que Juan se había ajustado, situación que despertaba sentimientos encontrados en él; tenía sentimientos de empatía hacia él y al mismo tiempo rabia hacia su actitud rebelde.

Consideré que había llegado el momento oportuno de usar una técnica gestáltica para trabajar con su introyecto. Habitualmente, cuando se trabajan introyectos con la silla vacía[2], le pedimos a la persona que represente teatralmente en una silla a la voz de sus autoexigencias, la voz de exigido y luego que desarrolle un diálogo entre estas dos partes. Intuyendo que la identificación de Juan con su introyecto era demasiado fuerte como para poder hacer un diálogo así de directo, escogí situar en una de las sillas a su hermano –es decir, Juan representaría a su hermano- usándolo como la voz que cuestionaría las actitudes rígidas de Juan –en este caso representado por Juan mismo-. Así, el trabajo con el introyecto de Juan saldría un poco de lo convencional. El objetivo al trabajar de este modo fue doble, por un lado, Juan tendría oportunidad de arreglar las cosas con su hermano y por otro, su hermano le enrostraría a Juan su introyecto, cuestión que ayudaría a Juan a hacerse consciente de éste.

A continuación hay una reconstrucción de la sesión a partir de lo que puedo recordar de ésta. Es una reconstrucción muy básica, el trabajo real es mucho más rico en sentimientos e intercambios verbales. Sirva, sin embargo, para dar una idea del trabajo con los introyectos.

T: Siéntate en esa silla, imagina que eres tu hermano y cuéntame como eres tú, tu forma de ser, cómo te sientes en tu familia… todo lo que puedas contarme sobre ti.

Juan como Diego: Yo soy Diego, tengo 16 años. En mi familia siempre están criticando, siempre me están diciendo que todo lo que hago está mal. Es que yo no quiero hacer las cosas como mis padres quieren que las haga, quiero ser yo mismo. Nadie me entiende realmente.

T: ¿Qué quieres decir con ser tú mismo?

Juan como Diego: A mí me gusta la música, canto hip-hop. No les gustan mis amigos, me critican porque no soy tan buen alumno como ellos quisieran… pero esto es lo que me gusta, y lo hago bien, pero ellos no me entienden.

T: ¿Cómo te sientes con esta situación?

Juan como Diego: Me da pena, me siento solo.

T: ¿Cómo es tu relación con Juan?

Juan como Diego: Siento que él me trata de ayudar, de todos es el que mejor puede entenderme. Pero igual me critica, menos que los demás, quizás porque como ya no vive con nosotros o quizás es un poco más abierto de mente. Siento que de todos modos también está del lado de mis papás.

T: Cámbiate de asiento y sé tú mismo. Dile qué sientes al escucharlo.

J: Te quiero hermano, pero también me da rabia tu actitud. Yo entiendo que los papás son exigentes y rígidos, pero me molesta que seas irrespetuoso con ellos, como si no te dieras cuenta de todos los malos ratos que los haces pasar, como si no tuviesen suficientes malos ratos con la mala situación económica en la que están. Me molesta tu desconsideración.

T: Cámbiate de asiento y respóndele a Juan, dile cómo te sientes al escucharlo.

Juan como Diego: Me da pena, me siento más solo aún. Es que para ti ha sido fácil cumplir con las expectativas que ellos tienen. Siempre has sido buen hijo, fuiste buen alumno, después de eso estudiaste una carrera profesional como ellos querían, como debe ser. Cuando llegas a la casa te están esperando siempre con los brazos abiertos, como si fueras el más querido, incluso el ambiente en la casa mejora cuando llegas tú. Pero yo nunca he podido hacer las cosas como ellos quieren. Nunca les ha gustado mi modo de ser, no me resulta ser como tú. No puedo ajustarme… ellos son demasiado cerrados en sus ideas de cómo hay que ser y simplemente yo no encajo en ese molde. Siento que yo nunca he tenido el cariño y la aprobación de ellos… es que no puedo ser como ellos quieren. He elegido ser yo mismo, hacer las cosas a mi modo. Me da pena que tu tampoco me apoyes, tu eres el que podría ser más abierto de mente, pero no, te quedas en tus libros solamente, eres abierto de mente de la boca para afuera, yo en cambio estoy más en el mundo, aprendo por mí mismo. Veo que tienes miedo.

T: Cámbiate de asiento y respóndele a tu hermano.

J: Me da pena escucharte… Tienes razón, en verdad yo siempre me he mantenido dentro de una zona segura, haciendo las cosas que a ellos les gustan para no perder su cariño. En cambio tú, has hecho todo lo contrario, no teniendo el cariño de ellos te has atrevido a ser tú mismo... En realidad siento admiración por ti, es verdad que me quedo en las ideas solamente, tú has tenido el valor de vivir la vida desde más cerca. Me gustaría poder defenderte cuando los papás te critican, te pido disculpas porque yo podría apoyarte más a ti, pero me da miedo salirme de este papel. Siento angustia al imaginar a los papás decepcionados de mí.

Juan como Diego: Me siento mejor al escucharte. A mí me gustaría que me apoyaras. Hay otras formas de vivir la vida, la única forma de aprender y crecer no es como ellos dicen. Gracias.

J: Me doy cuenta ahora que en realidad eres una persona tremendamente valiente y me doy cuenta del miedo que tengo a que los papás se decepcionen de mí. Es como si me sintiera presionado por estar del lado de ellos, cuando en realidad preferiría apoyarte a ti… tengo harto que aprender de ti. Siempre me muestro frente a ti como el que sabe más, dándote consejos de cómo hacer las cosas, pero en realidad, siendo mucho menor que yo, tienes mucho que enseñarme.

Para el lector que nunca ha vivido por sí mismo un trabajo como el que describo aquí, los diálogos podrán parecer triviales y carentes de significado. Sin embargo, cada vez que Juan hablaba de sus sentimientos, era fácil darse cuenta cómo éstos eran genuinos, intensos y reales. El uso de esta técnica permite realizar el diálogo entre las ideas caducas y el cuerpo. Y el diálogo entre las ideas y el cuerpo, suele tomar la forma de un diálogo que poco a poco se hace congruente con los sentimientos que surgen durante el trabajo y, de este modo, el introyecto termina de ser digerido.

Cuando Juan se apena reconociendo que quiere ayudar a su hermano y defenderlo ante sus padres, se diferencia del mandato introyectado, a saber “debes ser leal a tus padres a pesar tuyo”. Lo mismo ocurre cuando siente admiración hacia su hermano; desde su ser real, sabe que quisiera ser menos “obediente” de lo que se ha permitido a sí mismo ser y lo que en un comienzo era un sentimiento de rabia hacia la actitud de su hermano, acaba por convertirse en admiración hacia el coraje que él mismo quisiera tener. Al mismo tiempo, su hermano –en realidad él mismo representando a su hermano-, le da una imagen clara del personaje introyectado que ha venido representando durante toda su vida; el hijo bueno que sigue un curso de vida adecuado a los ojos de sus padres.

¿Quién entonces sentía rabia hacia Diego? Sin duda, no el verdadero Juan, sino el personaje postizo que se exigía ser para satisfacer las expectativas de los padres y no perder así su cariño. Juan quería realmente ayudar a su hermano, sin embargo, al encarnar la voz de sus padres cada vez que intentaba ayudar a Diego, conseguía el efecto opuesto; Diego se sentía más sólo y más resentido con su familia. El mejor modo en que Juan puede ayudar a su hermano es despojarse del personaje introyectado y ser él mismo; para Diego será reparador saber que su hermano mayor siente admiración hacia él y que su hermano Juan también siente incomodidad ante las excesivas expectativas de sus padres.

Algunas Sugerencias para el Trabajo Personal con Introyectos

Cuando Fritz Perls se refería a todos los deberes que nos hemos autoimpuesto, solía usar la metáfora del perro de arriba y el perro de abajo. La idea es que todos tenemos una voz “mandona” que nos dice cómo deberíamos hacer las cosas y por otro lado, un “mandado” que intenta cumplir, la mayor parte de las veces, esos mandatos poco considerados.

El perro de arriba suele ser una especie de representante de la ley y, dependiendo de las particularidades de las personas, puede tener el aspecto de un juez, un policía, un matón, una madre bienintencionada, un padre estricto, etc. El perro de abajo es siempre la contraparte del perro de arriba y correspondientemente podría tomar la forma de un enjuiciado, un delincuente, una víctima, un niño regalón, un niño rebelde, etc. Habitualmente el perro de arriba exige una infinitud de asuntos que la persona debe cumplir y suele hacerlo declarando buenas intenciones y deseos de ayudar, sin embargo, debido a que las exigencias no están hechas a medida del ser real de la persona y por lo tanto, la persona realmente no tiene interés en cumplir, el perro de abajo hace intentos frustrados por cumplir o bien, simplemente da buenas excusas para no hacerlo.

Cuando somos víctimas de nuestros propios introyectos, estos bandos opuestos resultan más o menos evidentes. Nos exigimos trabajar con disciplina mientras vemos, impotentes, como hacemos todo lo posible para descansar. Nos exigimos ser fuertes y duros emocionalmente, al tiempo que nos descubrimos actuando impulsivamente una y otra vez. Nos exigimos no enojarnos pero nos irritan los asuntos más triviales. Nos exigimos decir la verdad y acabamos mintiendo. Por supuesto que esto nos genera mucho malestar, ya que quien se exige, por ejemplo ser productivo, al momento de descansar no se deja a sí mismo en paz diciéndose una y otra vez lo negligente que está siendo con tal conducta.

Para trabajar con nuestros introyectos podemos entonces atender a aquellas situaciones en las que nos encontramos entre nuestro perro de arriba y nuestro perro de abajo. En el caso de Juan, los primeros descubrimientos los hicimos a partir del malestar que él mismo experimentaba al exigirle a su pareja estar equilibrada emocionalmente; por un lado, se sentía disgustado de los arrebatos emocionales de ella y sentía deseos de dejarla, pero al mismo tiempo quería mantenerse a su lado. Hasta que no pudo digerir su introyecto se sentía tironeado por estas dos fuerzas. En la medida en que pudo ir dejando atrás su propia autoexigencia, fue dejando de presionarla a ella y se sintió más a gusto con su relación.

Una vez que hayamos identificado a cada bando, necesitaremos convertirlos en personajes que podamos representar. Para eso, podemos preguntarnos cuál es el tono de voz con el que el perro de arriba hace sus exigencias, ¿es como un juez, como una madre cariñosa, como un militar? Luego podemos agregar detalles sobre su aspecto físico, ¿es hombre, mujer, cómo sería su vestimenta, etc? Lo mismo debemos hacer con el perro de abajo.

Luego de convertir ambos bandos en personajes, pondremos dos sillas, una frente a otra. Cada silla servirá para que representemos, alternativamente, a nuestro perro de arriba y el perro de abajo. En el ejemplo que puse con Juan, en vez de representar cada bando como un personaje interno, usé como perro de abajo a su hermano y como perro de arriba a él mismo. Sin embargo, al trabajar con nuestros introyectos de modo personal, recomiendo utilizar siempre personajes del propio paisaje interior.

Comenzaremos representando al perro de arriba. Adoptaremos la actitud corporal del personaje, su forma de hablar, e imaginariamente miraremos al perro de abajo sentado en la silla vacía que está frente a nosotros. Le hablaremos y le explicaremos cuáles son, a nuestro parecer todos sus deberes, de qué manera falla en cumplirlos y lo más importante, lo que sentimos hacia él. Luego nos cambiaremos de silla, tomaremos consciencia de qué es lo que sentimos al escuchar lo que nuestro perro de arriba nos exige y responderemos. Luego volveremos a cambiarnos una y otra vez hasta que cada personaje se sienta en paz con el otro.

Para que este trabajo de resultados reales, cada vez que nos cambiemos de silla debemos tomarnos unos segundos para darnos cuenta de qué sentimos al escuchar a nuestra contraparte y luego, al responder, deberemos expresar[3] lo que sentimos. A continuación presento un ejemplo típico de trabajo con introyectos:

Perro de Arriba: Al verte ahí sentado con esa actitud de comodidad, me da rabia contigo. Tienes tantas cosas que hacer y te quedas sentado perdiendo tu tiempo. Deberías estar estudiando, deberías haber hecho el aseo y ordenarte con los pagos de las cuentas mensuales. Pero en vez de eso, te quedas sin hacer nada, viendo la televisión… siempre pierdes el tiempo, si los demás se enterasen de cuantas horas pierdes en la televisión opinarían lo mismo que yo. ¡Eres un vago!

Perro de Abajo: Si sé que tengo cosas que hacer. Me da miedo escucharte hablarme con ese tono de voz… me siento culpable. Perdón. Es que estoy tan cansado…

Perro de Arriba: Perdón, siempre pides perdón, pero nunca haces nada. ¡Basta de pedir perdón alguna vez y ponte a hacer lo que no has terminado! ¡No eres la primera ni la última persona que se cansa, eso no es excusa!

Perro de Abajo: Ya, pero no es necesario que me hables con ese tono de voz… me molesta… me da rabia. Me hablas como si yo fuese la peor persona del mundo, como si fuese una especie de criminal… y no he hecho nada tan grave… Estoy enojado contigo, nunca me dejas en paz, siempre criticando, como si me estuvieras castigando todo el tiempo. ¡Deja de gritarme de ese modo!

Perro de Arriba: ¿Te molesta que te hable así? Pero es que si no me pongo firme no haces nada.

Perro de Abajo: Si, me molesta. Toda la vida te he tenido que estar escuchando, te pareces a mi mamá cuando yo no hacía las tareas. Le tenía miedo por la forma en que me hablaba. Y estoy cansado de que me hables así. Si no te diriges a mí con más amabilidad ¡no voy a hacer nada! Me niego a obedecerte si no me tratas como me merezco. No soy ningún criminal, sólo estoy cansado.

Perro de Arriba: Me siento mal… no sabía que te hacía tanto daño mi forma de hablarte. Es que tú sabes que si dejas pasar tanto tiempo sin hacer las cosas después es peor. Lo lamento, no volveré a hablarte así.

Perro de Abajo: Gracias, parece que no eres tan mala persona después de todo. Me siento con mejor ánimo ahora que me has entendido. Incluso me siento más abierto a escuchar las cosas que me dices, tienes razón en algunas cosas. Ahora podría escucharte sin resentimientos… es que cuando me hablas de mala manera lo último que quiero hacer son las cosas que me pides.

Perro de Arriba: Yo no sabía que tu flojera tuviera algo que ver con la forma en que te trato. Voy a hablarte con más calma.

Perro de Abajo: Y por favor, cuando estoy cansado déjame descansar sin hacerme sentir culpable. De verdad estoy cansado no estoy montando un show, sé que tengo cosas que hacer, pero también necesito descansar.

En este ejemplo se puede apreciar con mucha claridad en qué consiste la “digestión” de un introyecto. Poco a poco, en la medida en que vamos abriendo nuestro diálogo interior y recuperamos los sentimientos que habíamos olvidado, las viejas ideas se acomodan a nuestras reales necesidades y nuestro ser real. La invitación es a recuperar la espontaneidad y a vivir con respeto por nosotros mismos creando una especie de reforma interna. No se trata de volverse un rebelde frente a nuestras autoexigencias absurdas, sino aprender a dialogar con nosotros mismos empatizando y acogiendo a nuestro ser esencial.

Tomás de la Fuente H.

Marzo 2012



[1] Ver artículo “Aquí y Ahora; Experimentar la Realidad Tal Cual es” para una discusión más acabada sobre este punto.

[2] La técnica de la silla vacía ya fue descrita en el capítulo "Historias de Gestalt: Llenar los Vacíos de la Personalidad"..

[3] En relación cómo expresarse al hablar, recomiendo revisar el artículo “Como expresarse para expresarse”.

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