miércoles, 21 de marzo de 2012

Historias de Gestalt: Recuperar el Ser Haciendo la Digestión de Ideas Tóxicas

Introyección: Es Incómodo Usar Ropa hecha a la Medida de Otros

En los capítulos anteriores hemos visto que la proyección consiste en poner en el mundo algo que nos pertenece a nosotros porque no podríamos tolerar que eso fuese nuestro. La introyección es el mecanismo opuesto y consiste en tomar algo que es del mundo y usarlo en uno mismo artificialmente. Si lo que sucede en la proyección es que al mirar el mundo lo que en realidad vemos es una parte de nosotros mismos creyendo que es del mundo, en la introyección hemos pegoteado cosas que son del mundo sobre nuestro ser y acabamos creyendo que esos trozos pegoteados somos nosotros mismos. Es como si hubiésemos tomado la decisión de usar la ropa de otros sin habernos preocupado de llevarla al sastre para que arregle las medidas. No podemos estar cómodos.

Esa ropa ajena que nos imponemos usar son creencias acerca de cómo deberíamos ser, pensar, sentir y actuar que no han pasado por un proceso de “digestión” de modo que podamos asimilarlas y acomodarlas en consonancia a con nuestro ser real. La consecuencia más trágica es que acabamos olvidando qué es lo que realmente pensamos, sentimos y queremos. Nuestra identidad es reemplazada por una identidad postiza, adquirida para sentirnos seguros cumpliendo las expectativas de otros.

¿Sentirnos seguros? En efecto, ocupamos los mecanismos de defensa cada vez que nos vemos enfrentados a situaciones que nos causan angustia cuando nos sentimos atrapados entre al menos dos alternativas desalentadoras. Por ejemplo, un niño tiene ganas de llorar pero sabe que si su padre lo oye llorando le dará un castigo por “ser poco hombre”. En este caso, el niño tendrá que elegir entre aguantar su llanto –evitando así el castigo y la herida a su autoimagen, ganando quizás la admiración de su padre-, o bien, llorar a pesar de todo. Si llora podrá deshacerse de la tensión interna y sentirá cierto alivio, pero se verá enfrentado al castigo del padre. Si no llora, su padre podría hasta felicitarlo, sin embargo, tendrá que bancarse la angustia que implica retener sus lágrimas. En cualquier caso, perderá. Es ante este tipo de situaciones donde desarrollamos mecanismos de defensa: en su momento resultan adaptativos y necesarios, pero lamentablemente, una vez que los aprendemos, seguimos aplicándolos a todo tipo de situaciones de modo innecesario y con consecuencias nefastas.

¿Qué relación tiene este ejemplo con la introyección? Si este niño eligiera no llorar es probable que acabe por introyectar la expectativa que su padre tiene de él convirtiéndola en un imperativo como “no debo llorar”. Pero esto no es suficiente para que el mecanismo de defensa sea efectivo, pues todos sabemos que aguantar una emoción es extremadamente desagradable. Este niño necesita además eliminar de su consciencia el malestar que provoca retener su emoción. Para eso será necesario hacer más fuerte la identificación con el introyecto añadiendo insignias a la propia autoimagen con ideas tales como “a mí nunca me da pena”, “yo siempre soy fuerte”, “soy invencible”, “que orgulloso estoy de mi mismo porque nada me entristece” y con conductas que refuercen esas mismas ideas obligándose quizás a sonreír, a resolver los conflictos a golpes y a exponerse a peligros. Finalmente el niño se convence a sí mismo de que la angustia que siente no es suya –porque él es un hombre rudo, según aprendió-, y proyectando el impulso prohibido sobre el mundo, se deshace de la angustia y termina por concluir que él es el niño que su padre quiere ver. Parece que hubiese logrado resolver su conflicto. Es verdad, ha logrado salir del paso, pero hay algo que no llega nunca a quedar en su sitio. El introyecto ha deformado su verdadera identidad. Ha vendido el alma al diablo.

Recuperar la Responsabilidad sobre Uno Mismo

Cuando enseño a otros sobre la introyección, una de las primeras conclusiones a las que llegan las personas es que la culpa de todo este daño es de la sociedad que nos obliga a traicionarnos a nosotros mismos. Si bien en parte esto es cierto, tiene escaso valor terapéutico ver las cosas de este modo ya que desde esta perspectiva la responsabilidad por lo que sucede dentro de nosotros es del mundo, de nuestros padres, profesores, amigos, etc., y si seguimos por este camino llegaremos al convencimiento de que la sociedad está podrida porque no nos deja ser.

La verdad es que nosotros hemos hecho la elección de traicionarnos a nosotros mismos para salvarnos en una situación difícil. Y el problema no radica en traumas del pasado que de modo misterioso influyen sobre nuestro presente. El problema es que hoy seguimos traicionándonos en situaciones en las que no es necesario defenderse. Siguiendo el ejemplo anterior, una vez que el niño se ha hecho adulto, tiene la posibilidad de llorar y tolerar perfectamente que a su padre no le guste su conducta, sin embargo, una y otra vez, a cada momento, vuelve a repetir la elección de no ser quién realmente es intentando demostrarse a sí mismo lo fuerte que es. El padre ya no tiene el poder de ejercer ninguna presión sobre este hombre –quizás incluso ya no esté vivo-, es él mismo quién sigue cumpliendo la expectativa del padre de antaño. Nuestros mecanismos de defensa usados en contextos innecesarios se convierten en una amarga autotortura.

Trabajar con los propios introyectos no da resultado si seguimos culpando a los otros. Es necesario hacernos cargo de nuestras propias elecciones, arrepentirnos de aquellas veces en las que nos fallamos a nosotros por salvarnos –de peligros imaginados la mayor parte de las veces-, para mantener nuestra falsa autoimagen intacta, para no perder la aprobación de los demás y la propia. Y por último, trabajar con nuestros propios introyectos implica redescubrir quienes realmente somos y desarrollar el coraje de ser. No sigamos culpando a otros de lo que nos hacemos a nosotros mismos, eso no ayuda a nadie.

Digerir las Ideas Tóxicas

Los introyectos pueden ser identificados de diversas formas. Están implícitos en las exigencias poco empáticas e innecesarias que hacemos a otros, en nuestras creencias rígidas y fanáticas acerca de cómo debemos comportarnos, en la ansiedad cuando sentimos que no daremos la talla, en la vergüenza, en nuestras idealizaciones, en las actitudes falsas que adoptamos de modo rígido y automático, en la culpa, etc. Con frecuencia, cuando están operando, experimentamos dentro de nosotros dos tendencias opuestas aparentemente irreconciliables –resulta difícil decidir, nos sentimos confundidos o bien, si nos forzamos a hacer lo que no queremos nos sentimos ansiosos e incómodos dentro de nosotros. Podría sucedernos, por ejemplo, que experimentemos la intención de agradar junto con el deseo de agreder, o la intención de hacer cosas junto con el deseo de no hacer nada, o la intención de ver a un amigo junto con el deseo de no ver a nadie.

En casos extremos podemos llegar a sentir que estamos poseídos, nos descubrimos actuando de formas con las que no estamos de acuerdo, más sin poder evitarlo, representamos un papel falso y nos auto-traicionamos –si no somos conscientes de que la presión por representar ese papel es autoimpuesta, tal vez culpemos a los demás y nos sintamos resentidos con ellos por “las cosas que nos hacen hacer”-. Nuestra personalidad se fragmenta; lo que hacemos, pensamos y sentimos no tiene coherencia. La situación puede llegar a ser aún peor cuando hemos introyectado dos ideas opuestas. Podríamos por ejemplo, autoimponernos simultáneamente ser colaboradores por un lado y ser competitivos y agresivos por el otro. Acabaremos sintiéndonos partidos en dos. Gastaremos nuestras energías en determinar qué es lo correcto y olvidaremos la pregunta esencial: qué es lo que quiero y qué es lo que siento.

Para hacer la digestión de los introyectos es necesario primero identificarlos. Luego debemos examinarlos con ojo crítico y revisar en qué medida estamos realmente de acuerdo con esas ideas, qué es lo que realmente sentimos en relación a ellas y de qué modo queremos ser, cuestionando los mandatos que nos hemos autoimpuesto. Literalmente, se trata de moldear estas ideas hasta que tengan nuestra propia medida. No es preciso desecharlas, no se trata de ser rebeldes, sino acomodarlas hasta que dejen de ser un cuerpo extraño. Es necesario rescatar la voz del ser que ha sido silenciada bajo mandatos impuestos con la coacción del miedo y la intimidación. Es poner a esa voz autoritaria y rígida -que todos tenemos- en su lugar, instándola a considerar las circunstancias con mayor realismo y respeto por nuestras necesidades y sentimientos.

Esta digestión no puede llevarse a cabo si nos hallamos incapacitados para escuchar nuestro ser. La clave para llegar al ser es sentir el cuerpo. Todo aquello que nos sucede acontece en el cuerpo. Sin embargo, cuando estamos poseídos por nuestros introyectos estamos más interesados en hacernos calzar dentro de una imagen ideal que de experimentar y expresar lo que realmente somos. Vivimos atrapados en el mundo de las ideas y en lugar de vivenciar la realidad, lo que tomamos por experiencia no son más que los juicios que hace nuestra mente[1]; “esto me gusta”, “esto no me gusta”, “esto es bueno”, “esto es malo”, “esto debiera ser de otro modo”, etc. Funcionando así nos volvemos ignorantes en relación a lo que realmente nos sucede ya que nuestras energías las invertimos en manipular las cosas para obtener el resultado deseado –no por nosotros, sino por las exigencias que los introyectos imponen-.

La salida es poner atención a nuestro cuerpo, específicamente, poner atención a nuestras sensaciones. Las sensaciones corporales poseen un lenguaje que, para quién está habituado a jugar a calzar la realidad con la idea de cómo ésta debiera ser, resulta incomprensible, carente por completo de significado. Pero si atendemos pacientemente al flujo de sensaciones corporales, poco a poco descubriremos que éste es el lenguaje natural de nuestro ser real. Una sensación que en un comienzo parece completamente carente de significado –por ejemplo, un leve dolor muscular en el cuello que podríamos atribuir a haber sostenido una mala postura durante demasiado tiempo-, puede finalmente llevarnos a descubrir sentimientos extremadamente complejos que nos invitan a actuar, sentir y pensar de modos que desafían los mandatos de nuestro ego, de nuestros introyectos.

En la medida en que aprendemos este nuevo lenguaje silencioso y profundo, comenzamos a desprendernos de los roles falsos y las ideas autoimpuestas con las que hemos cargado nuestros fardos. Necesitamos establecer, literalmente, un diálogo entre nuestras ideas y nuestro cuerpo, de modo que las ideas finalmente se conviertan en leales servidores de nuestra alma.

Terapia Gestalt desde Adentro: Digerir la Exigencia de Ser Bueno

Para ilustrar cómo es el trabajo terapéutico con los introyectos en la terapia Gestalt, relataré el caso de un consultante y expondré una sesión de terapia en la cual acometimos esta tarea. Juan es el hermano mayor y desde muy pequeño se sintió compelido a representar el rol de buen hijo ante a sus padres. De diversas formas sutiles y no tan sutiles sus padres le hicieron sentir que él debía comportarse como un buen hombre, considerado con los demás, inteligente, no dar problemas con sus emociones negativas y estar de su parte siempre, a pesar de que esto pudiese ir contra sus propios sentimientos. Creyendo que en el caso de no cumplir con estas expectativas perdería el amor de ellos, introyectó toda clase de mandatos derivados de estas expectativas puestas en él. Como sucede a muchos hermanos mayores, tiene la tendencia a relacionarse con sus hermanos como si fueran sus hijos, aconsejándoles e intentando guiarlos por el buen camino, es decir, el camino que satisfaga las expectativas de sus padres.

El trabajo con este mandato de ser bueno comenzó un día en que me relató un conflicto que había tenido con su pareja. Ella pasaba por un período difícil y se encontraba inestable emocionalmente. Se irritaba y se ofendía con mucha facilidad ante comentarios aparentemente bienintencionados de Juan. El se sentía agobiado por las reacciones de ella y se hallaba en un conflicto entre terminar la relación y el profundo amor que le tenía. Indagando en esta situación, me dijo que ella se quejaba de que él era demasiado exigente, ante Juan sentía que tenía algo malo que debía erradicar cuanto antes, como si ella como persona estuviese mal. Hasta ese día, Juan no había reparado en el hecho de que el problema en su relación no se debía sólo a la inestabilidad emocional de ella, sino que también se debía a la presión que él ponía para que ella estuviese tranquila y libre de conflictos. Le exigía a ella que fuese como él mismo se exigía ser, un buen hijo que no causa problemas a los demás y que tiene la inteligencia justa para resolver sus propios conflictos.

Apenas se hizo consciente que le exigía a su pareja lo mismo que sus padres a él, se sintió incómodo con su propia actitud –fue el inicio del rescate de su verdadero ser-. Pudo ver claramente cómo la exigencia de ser bueno también era un mecanismo de auto-tortura que despierta en él sentimientos de inseguridad, ansiedad y angustia. En la medida en que dejó de identificarse con “Juan el Bueno”, se sintió apenado de haber hecho esas exigencias poco empáticas a su pareja y comprendió que en realidad su deseo más profundo no era corregirla a ella, sino estar con ella y acompañarla. En vez de ser su padre, quería ser su amante y compañero pero el introyecto lo invadía de tal modo que no había tenido lugar para su ser real en la relación cada vez que su pareja “se portaba mal”. Había estado representando el rol de un padre bienintencionado que quiere corregir a su hija –criticándola y haciéndola sentir mala-, papel que le resultaba incómodo y lo hacía pensar en que lo mejor era terminar la relación –aunque no era esto lo que de verdad él quería-.

En otra sesión posterior, mientras me hablaba de su familia y cómo las exigencias de sus padres lo habían llevado a adoptar la actitud de buen hijo, mencionó que tenía un hermano que daba muchos problemas a sus padres y que se salía por completo del molde al que Juan se había ajustado, situación que despertaba sentimientos encontrados en él; tenía sentimientos de empatía hacia él y al mismo tiempo rabia hacia su actitud rebelde.

Consideré que había llegado el momento oportuno de usar una técnica gestáltica para trabajar con su introyecto. Habitualmente, cuando se trabajan introyectos con la silla vacía[2], le pedimos a la persona que represente teatralmente en una silla a la voz de sus autoexigencias, la voz de exigido y luego que desarrolle un diálogo entre estas dos partes. Intuyendo que la identificación de Juan con su introyecto era demasiado fuerte como para poder hacer un diálogo así de directo, escogí situar en una de las sillas a su hermano –es decir, Juan representaría a su hermano- usándolo como la voz que cuestionaría las actitudes rígidas de Juan –en este caso representado por Juan mismo-. Así, el trabajo con el introyecto de Juan saldría un poco de lo convencional. El objetivo al trabajar de este modo fue doble, por un lado, Juan tendría oportunidad de arreglar las cosas con su hermano y por otro, su hermano le enrostraría a Juan su introyecto, cuestión que ayudaría a Juan a hacerse consciente de éste.

A continuación hay una reconstrucción de la sesión a partir de lo que puedo recordar de ésta. Es una reconstrucción muy básica, el trabajo real es mucho más rico en sentimientos e intercambios verbales. Sirva, sin embargo, para dar una idea del trabajo con los introyectos.

T: Siéntate en esa silla, imagina que eres tu hermano y cuéntame como eres tú, tu forma de ser, cómo te sientes en tu familia… todo lo que puedas contarme sobre ti.

Juan como Diego: Yo soy Diego, tengo 16 años. En mi familia siempre están criticando, siempre me están diciendo que todo lo que hago está mal. Es que yo no quiero hacer las cosas como mis padres quieren que las haga, quiero ser yo mismo. Nadie me entiende realmente.

T: ¿Qué quieres decir con ser tú mismo?

Juan como Diego: A mí me gusta la música, canto hip-hop. No les gustan mis amigos, me critican porque no soy tan buen alumno como ellos quisieran… pero esto es lo que me gusta, y lo hago bien, pero ellos no me entienden.

T: ¿Cómo te sientes con esta situación?

Juan como Diego: Me da pena, me siento solo.

T: ¿Cómo es tu relación con Juan?

Juan como Diego: Siento que él me trata de ayudar, de todos es el que mejor puede entenderme. Pero igual me critica, menos que los demás, quizás porque como ya no vive con nosotros o quizás es un poco más abierto de mente. Siento que de todos modos también está del lado de mis papás.

T: Cámbiate de asiento y sé tú mismo. Dile qué sientes al escucharlo.

J: Te quiero hermano, pero también me da rabia tu actitud. Yo entiendo que los papás son exigentes y rígidos, pero me molesta que seas irrespetuoso con ellos, como si no te dieras cuenta de todos los malos ratos que los haces pasar, como si no tuviesen suficientes malos ratos con la mala situación económica en la que están. Me molesta tu desconsideración.

T: Cámbiate de asiento y respóndele a Juan, dile cómo te sientes al escucharlo.

Juan como Diego: Me da pena, me siento más solo aún. Es que para ti ha sido fácil cumplir con las expectativas que ellos tienen. Siempre has sido buen hijo, fuiste buen alumno, después de eso estudiaste una carrera profesional como ellos querían, como debe ser. Cuando llegas a la casa te están esperando siempre con los brazos abiertos, como si fueras el más querido, incluso el ambiente en la casa mejora cuando llegas tú. Pero yo nunca he podido hacer las cosas como ellos quieren. Nunca les ha gustado mi modo de ser, no me resulta ser como tú. No puedo ajustarme… ellos son demasiado cerrados en sus ideas de cómo hay que ser y simplemente yo no encajo en ese molde. Siento que yo nunca he tenido el cariño y la aprobación de ellos… es que no puedo ser como ellos quieren. He elegido ser yo mismo, hacer las cosas a mi modo. Me da pena que tu tampoco me apoyes, tu eres el que podría ser más abierto de mente, pero no, te quedas en tus libros solamente, eres abierto de mente de la boca para afuera, yo en cambio estoy más en el mundo, aprendo por mí mismo. Veo que tienes miedo.

T: Cámbiate de asiento y respóndele a tu hermano.

J: Me da pena escucharte… Tienes razón, en verdad yo siempre me he mantenido dentro de una zona segura, haciendo las cosas que a ellos les gustan para no perder su cariño. En cambio tú, has hecho todo lo contrario, no teniendo el cariño de ellos te has atrevido a ser tú mismo... En realidad siento admiración por ti, es verdad que me quedo en las ideas solamente, tú has tenido el valor de vivir la vida desde más cerca. Me gustaría poder defenderte cuando los papás te critican, te pido disculpas porque yo podría apoyarte más a ti, pero me da miedo salirme de este papel. Siento angustia al imaginar a los papás decepcionados de mí.

Juan como Diego: Me siento mejor al escucharte. A mí me gustaría que me apoyaras. Hay otras formas de vivir la vida, la única forma de aprender y crecer no es como ellos dicen. Gracias.

J: Me doy cuenta ahora que en realidad eres una persona tremendamente valiente y me doy cuenta del miedo que tengo a que los papás se decepcionen de mí. Es como si me sintiera presionado por estar del lado de ellos, cuando en realidad preferiría apoyarte a ti… tengo harto que aprender de ti. Siempre me muestro frente a ti como el que sabe más, dándote consejos de cómo hacer las cosas, pero en realidad, siendo mucho menor que yo, tienes mucho que enseñarme.

Para el lector que nunca ha vivido por sí mismo un trabajo como el que describo aquí, los diálogos podrán parecer triviales y carentes de significado. Sin embargo, cada vez que Juan hablaba de sus sentimientos, era fácil darse cuenta cómo éstos eran genuinos, intensos y reales. El uso de esta técnica permite realizar el diálogo entre las ideas caducas y el cuerpo. Y el diálogo entre las ideas y el cuerpo, suele tomar la forma de un diálogo que poco a poco se hace congruente con los sentimientos que surgen durante el trabajo y, de este modo, el introyecto termina de ser digerido.

Cuando Juan se apena reconociendo que quiere ayudar a su hermano y defenderlo ante sus padres, se diferencia del mandato introyectado, a saber “debes ser leal a tus padres a pesar tuyo”. Lo mismo ocurre cuando siente admiración hacia su hermano; desde su ser real, sabe que quisiera ser menos “obediente” de lo que se ha permitido a sí mismo ser y lo que en un comienzo era un sentimiento de rabia hacia la actitud de su hermano, acaba por convertirse en admiración hacia el coraje que él mismo quisiera tener. Al mismo tiempo, su hermano –en realidad él mismo representando a su hermano-, le da una imagen clara del personaje introyectado que ha venido representando durante toda su vida; el hijo bueno que sigue un curso de vida adecuado a los ojos de sus padres.

¿Quién entonces sentía rabia hacia Diego? Sin duda, no el verdadero Juan, sino el personaje postizo que se exigía ser para satisfacer las expectativas de los padres y no perder así su cariño. Juan quería realmente ayudar a su hermano, sin embargo, al encarnar la voz de sus padres cada vez que intentaba ayudar a Diego, conseguía el efecto opuesto; Diego se sentía más sólo y más resentido con su familia. El mejor modo en que Juan puede ayudar a su hermano es despojarse del personaje introyectado y ser él mismo; para Diego será reparador saber que su hermano mayor siente admiración hacia él y que su hermano Juan también siente incomodidad ante las excesivas expectativas de sus padres.

Algunas Sugerencias para el Trabajo Personal con Introyectos

Cuando Fritz Perls se refería a todos los deberes que nos hemos autoimpuesto, solía usar la metáfora del perro de arriba y el perro de abajo. La idea es que todos tenemos una voz “mandona” que nos dice cómo deberíamos hacer las cosas y por otro lado, un “mandado” que intenta cumplir, la mayor parte de las veces, esos mandatos poco considerados.

El perro de arriba suele ser una especie de representante de la ley y, dependiendo de las particularidades de las personas, puede tener el aspecto de un juez, un policía, un matón, una madre bienintencionada, un padre estricto, etc. El perro de abajo es siempre la contraparte del perro de arriba y correspondientemente podría tomar la forma de un enjuiciado, un delincuente, una víctima, un niño regalón, un niño rebelde, etc. Habitualmente el perro de arriba exige una infinitud de asuntos que la persona debe cumplir y suele hacerlo declarando buenas intenciones y deseos de ayudar, sin embargo, debido a que las exigencias no están hechas a medida del ser real de la persona y por lo tanto, la persona realmente no tiene interés en cumplir, el perro de abajo hace intentos frustrados por cumplir o bien, simplemente da buenas excusas para no hacerlo.

Cuando somos víctimas de nuestros propios introyectos, estos bandos opuestos resultan más o menos evidentes. Nos exigimos trabajar con disciplina mientras vemos, impotentes, como hacemos todo lo posible para descansar. Nos exigimos ser fuertes y duros emocionalmente, al tiempo que nos descubrimos actuando impulsivamente una y otra vez. Nos exigimos no enojarnos pero nos irritan los asuntos más triviales. Nos exigimos decir la verdad y acabamos mintiendo. Por supuesto que esto nos genera mucho malestar, ya que quien se exige, por ejemplo ser productivo, al momento de descansar no se deja a sí mismo en paz diciéndose una y otra vez lo negligente que está siendo con tal conducta.

Para trabajar con nuestros introyectos podemos entonces atender a aquellas situaciones en las que nos encontramos entre nuestro perro de arriba y nuestro perro de abajo. En el caso de Juan, los primeros descubrimientos los hicimos a partir del malestar que él mismo experimentaba al exigirle a su pareja estar equilibrada emocionalmente; por un lado, se sentía disgustado de los arrebatos emocionales de ella y sentía deseos de dejarla, pero al mismo tiempo quería mantenerse a su lado. Hasta que no pudo digerir su introyecto se sentía tironeado por estas dos fuerzas. En la medida en que pudo ir dejando atrás su propia autoexigencia, fue dejando de presionarla a ella y se sintió más a gusto con su relación.

Una vez que hayamos identificado a cada bando, necesitaremos convertirlos en personajes que podamos representar. Para eso, podemos preguntarnos cuál es el tono de voz con el que el perro de arriba hace sus exigencias, ¿es como un juez, como una madre cariñosa, como un militar? Luego podemos agregar detalles sobre su aspecto físico, ¿es hombre, mujer, cómo sería su vestimenta, etc? Lo mismo debemos hacer con el perro de abajo.

Luego de convertir ambos bandos en personajes, pondremos dos sillas, una frente a otra. Cada silla servirá para que representemos, alternativamente, a nuestro perro de arriba y el perro de abajo. En el ejemplo que puse con Juan, en vez de representar cada bando como un personaje interno, usé como perro de abajo a su hermano y como perro de arriba a él mismo. Sin embargo, al trabajar con nuestros introyectos de modo personal, recomiendo utilizar siempre personajes del propio paisaje interior.

Comenzaremos representando al perro de arriba. Adoptaremos la actitud corporal del personaje, su forma de hablar, e imaginariamente miraremos al perro de abajo sentado en la silla vacía que está frente a nosotros. Le hablaremos y le explicaremos cuáles son, a nuestro parecer todos sus deberes, de qué manera falla en cumplirlos y lo más importante, lo que sentimos hacia él. Luego nos cambiaremos de silla, tomaremos consciencia de qué es lo que sentimos al escuchar lo que nuestro perro de arriba nos exige y responderemos. Luego volveremos a cambiarnos una y otra vez hasta que cada personaje se sienta en paz con el otro.

Para que este trabajo de resultados reales, cada vez que nos cambiemos de silla debemos tomarnos unos segundos para darnos cuenta de qué sentimos al escuchar a nuestra contraparte y luego, al responder, deberemos expresar[3] lo que sentimos. A continuación presento un ejemplo típico de trabajo con introyectos:

Perro de Arriba: Al verte ahí sentado con esa actitud de comodidad, me da rabia contigo. Tienes tantas cosas que hacer y te quedas sentado perdiendo tu tiempo. Deberías estar estudiando, deberías haber hecho el aseo y ordenarte con los pagos de las cuentas mensuales. Pero en vez de eso, te quedas sin hacer nada, viendo la televisión… siempre pierdes el tiempo, si los demás se enterasen de cuantas horas pierdes en la televisión opinarían lo mismo que yo. ¡Eres un vago!

Perro de Abajo: Si sé que tengo cosas que hacer. Me da miedo escucharte hablarme con ese tono de voz… me siento culpable. Perdón. Es que estoy tan cansado…

Perro de Arriba: Perdón, siempre pides perdón, pero nunca haces nada. ¡Basta de pedir perdón alguna vez y ponte a hacer lo que no has terminado! ¡No eres la primera ni la última persona que se cansa, eso no es excusa!

Perro de Abajo: Ya, pero no es necesario que me hables con ese tono de voz… me molesta… me da rabia. Me hablas como si yo fuese la peor persona del mundo, como si fuese una especie de criminal… y no he hecho nada tan grave… Estoy enojado contigo, nunca me dejas en paz, siempre criticando, como si me estuvieras castigando todo el tiempo. ¡Deja de gritarme de ese modo!

Perro de Arriba: ¿Te molesta que te hable así? Pero es que si no me pongo firme no haces nada.

Perro de Abajo: Si, me molesta. Toda la vida te he tenido que estar escuchando, te pareces a mi mamá cuando yo no hacía las tareas. Le tenía miedo por la forma en que me hablaba. Y estoy cansado de que me hables así. Si no te diriges a mí con más amabilidad ¡no voy a hacer nada! Me niego a obedecerte si no me tratas como me merezco. No soy ningún criminal, sólo estoy cansado.

Perro de Arriba: Me siento mal… no sabía que te hacía tanto daño mi forma de hablarte. Es que tú sabes que si dejas pasar tanto tiempo sin hacer las cosas después es peor. Lo lamento, no volveré a hablarte así.

Perro de Abajo: Gracias, parece que no eres tan mala persona después de todo. Me siento con mejor ánimo ahora que me has entendido. Incluso me siento más abierto a escuchar las cosas que me dices, tienes razón en algunas cosas. Ahora podría escucharte sin resentimientos… es que cuando me hablas de mala manera lo último que quiero hacer son las cosas que me pides.

Perro de Arriba: Yo no sabía que tu flojera tuviera algo que ver con la forma en que te trato. Voy a hablarte con más calma.

Perro de Abajo: Y por favor, cuando estoy cansado déjame descansar sin hacerme sentir culpable. De verdad estoy cansado no estoy montando un show, sé que tengo cosas que hacer, pero también necesito descansar.

En este ejemplo se puede apreciar con mucha claridad en qué consiste la “digestión” de un introyecto. Poco a poco, en la medida en que vamos abriendo nuestro diálogo interior y recuperamos los sentimientos que habíamos olvidado, las viejas ideas se acomodan a nuestras reales necesidades y nuestro ser real. La invitación es a recuperar la espontaneidad y a vivir con respeto por nosotros mismos creando una especie de reforma interna. No se trata de volverse un rebelde frente a nuestras autoexigencias absurdas, sino aprender a dialogar con nosotros mismos empatizando y acogiendo a nuestro ser esencial.

Tomás de la Fuente H.

Marzo 2012



[1] Ver artículo “Aquí y Ahora; Experimentar la Realidad Tal Cual es” para una discusión más acabada sobre este punto.

[2] La técnica de la silla vacía ya fue descrita en el capítulo "Historias de Gestalt: Llenar los Vacíos de la Personalidad"..

[3] En relación cómo expresarse al hablar, recomiendo revisar el artículo “Como expresarse para expresarse”.

jueves, 8 de marzo de 2012

Aquí y Ahora: Experimentar la Realidad Tal Cual Es

La Vida es un Montaña Rusa (o podría serlo)

Hace un par de días fui con mi hijo a un parque de diversiones y tuve la posibilidad de subir a varias montañas rusas diferentes. Pude practicar una vez más lo que la mayoría de las tradiciones de sabiduría espiritual sugieren: “Experimenta la realidad tal cual es”. Lo primero que me sucedió cuando el carrito de la montaña rusa comenzó a caer fue que mi cuerpo entero se puso tenso, mis ojos desorbitados, mi cuello erizado, mi respiración apretada, una sensación intensa en la boca del estómago… en resumen, pánico. Lo segundo que me sucedió es que fue chocante verme a mí mismo, un hombre de 33 años, aterrorizado como un animalito acorralado, mi rostro deformado por la emoción repentina y violenta.

Cuando tomé consciencia de ambas experiencias vino a mi mente instrucción que durante años he estado practicando mientras hago meditación: “experimenta por completo lo que sea que esté sucediendo en el presente”. Caí en la cuenta de que el parque de diversiones era la ocasión perfecta para experimentar el pánico de forma plena y total. El único obstáculo era mi propio ego –la idea acerca de quién soy, de cómo soy y cómo debo verme ante los demás- ya que éste se resistía con uñas y garras a hacerse a un lado. ¡No podía ser que yo tuviese, ni por un instante, esa expresión de pánico en mi rostro¡ Definitivamente no era decoroso. A pesar de todo, me propuse volver a subir a la montaña rusa y permitir que el pánico invadiese todo mi cuerpo y mi ser por completo durante las caídas; decidí entregarme y perder por completo todo el decoro.

Volví a subir y el carrito caía con velocidad salieron de mi boca intensos y sinceros gritos de pánico, mi cuerpo vibraba con la emoción y no me importó dar un espectáculo vergonzoso. Al cabo de un par de caídas libres haciendo esto sucedió algo inesperado: Los gritos de terror se convirtieron en sinceras y atronadoras carcajadas. No parecía haber ningún motivo para reír de ese modo, simplemente sucedía. Una vez que bajé del juego, me sentía renovado y lleno de vitalidad, el cuerpo relajado. Fue ahí cuando recordé la ultima parte del sutra de Kalki Bhagaván, uno de los maestros espirituales que he estado siguiendo el último tiempo: “Cualquier cosa que experimentes por completo, es dicha”.

Si nos sentimos carentes de vitalidad y alegría, eso se debe exclusivamente a nuestra incapacidad para vivenciar nuestras experiencias sin juicios y de forma totalmente sentida. Si pudiésemos decir a cada instante “está bien, me dejaré caer y me entregaré por completo a esto que estoy experimentando ahora”, si pudiésemos vivir nuestra vida entregándonos a nuestras experiencias como si de una montaña rusa se tratase, ¡Qué fácil sería sentirnos plenos, vitales y dichosos!

El Aburrido y Doloroso Ego

En el lenguaje cotidiano cuando hablamos de “ego”, solemos darle el significado de egocentrismo o narcisismo –alguien que tiene una idea excesivamente grandiosa de sí mismo-. Sin embargo, el concepto de ego tiene otros usos en la jerga espiritual y en la psicología donde se lo considera como un proceso mental que se opone al ser real de la persona. El ego es la máscara con la cual disfrazamos nuestro ser esencial. El ego es una idea acerca de cómo deberíamos ser junto con todos los esfuerzos que llevamos a cabo por ser de esa forma supuestamente correcta y mejor. Visto el ego de este modo, encontramos que el narcisista grandioso es sólo un tipo de máscara con la cual podemos ocultar nuestro ser esencial. Así, habría egos o máscaras de todos los tipos; egos grandiosos, egos de autoestima baja, egos controladores, egos condescendientes, egos complacientes, egos retraídos, egos sociables, etc.

Lo que todos los tipos de ego tienen en común es que están constituidos por una serie de ideas –conscientes e inconscientes- acerca de cuál es la forma de pensar, actuar y sentir, es decir, la mejor forma de ser. Hemos desarrollado una estrategia para mantenernos seguros y evitar todo lo posible lo que consideramos peligroso, doloroso, incómodo, vergonzoso… en fin, indeseable.

Por ejemplo, si en mi familia ser retraído era una característica juzgada vergonzosa, es muy probable que invierta mucha energía en desarrollar una personalidad fuerte y extrovertida para ser mirado con buenos ojos por mis familiares y por mí mismo. O si por algún motivo he tenido dificultades cada vez que he expresado mi enojo, es posible que desarrolle una incapacidad para expresarme cuando me irrito o bien, desarrolle una especie de expresividad rebelde y compulsiva. Con el paso de los años, desarrollamos ideas cada vez más complejas y acabadas acerca de cómo debemos ser para evitar sentirnos mal.

Desarrollar un ego –es decir, establecer ciertos márgenes acerca de cómo debemos sentir, pensar y comportarnos- no tiene nada de malo en sí mismo, es más, es necesario para vivir y adaptarse al mundo social que nos rodea. Sin embargo, una gran porción de nuestro ego no hace más que limitar –sin ninguna necesidad real- nuestra capacidad de sentir y ser lo que somos. Cada vez que ponemos barreras innecesarias a nuestra capacidad de sentir y ser, nos generamos sufrimiento y un profundo aburrimiento existencial.

Cuando nos oponemos a experimentar lo que sea que esté sucediendo en el presente en nosotros mismos –una emoción, sensación corporal, pensamiento, etc.- creamos una tensión dolorosa en nuestro cuerpo y nuestra alma. Si estoy sintiéndome enojado y me resisto a sentirme así –porque no es la forma correcta de ser-, es muy probable que acabe sintiéndome carente de vitalidad y lleno de tensiones musculares. Si una y otra vez, durante años, me resisto a sentirme así, acabaré desarrollando alguna enfermedad física, tendré diversos problemas en mis relaciones interpersonales, estaré lleno de resentimientos, puede que en casos extremos desarrolle síntomas severos como obsesiones, compulsiones, depresión o incluso síntomas psicóticos y, además, me sentiré muy aburrido de llevar una vida tan desagradable y repetitiva… mi día a día será la repetición del mismo guión; “cómo hacer para nunca enojarme y ser una buena persona”. De forma consciente o inconsciente, estaré representando una y otra vez la misma obra de teatro; “el hombre que no se enoja”.

Esto es lo que hacemos la mayoría de los seres humanos todo el tiempo; decidimos cuál es el personaje menos peligroso para representar y lo representamos hasta el cansancio. No importa si para hacer esta actuación tenemos que negarnos a nosotros mismos y vender el alma al diablo, no importa si nos enfermamos, no importa si destruimos nuestras relaciones, no importa si nos mentimos a nosotros mismos, lo que importa es ser como aprendimos que teníamos que ser. Aburrido y doloroso.

Ego = Miedo

Si estamos dispuestos a causarnos tantos problemas por mantener una forma “correcta” de ser debe haber buenos motivos. Detrás de esta dificultad de abandonar nuestro metro cuadrado seguro, hay miedo. Distintas clases de miedo. Miedo a perder el cariño de los demás, miedo a morir, miedo a la pobreza, miedo a sentir dolor, miedo a volverse loco, miedo a ser discriminado, etc, etc, etc.

Si observamos con atención qué es lo que motiva la mayor parte de nuestros actos descubriremos que casi todos son intentos de evitar sentirnos de algún modo que juzgamos peligroso. Detrás de la mayoría de nuestros actos y pensamientos el director es el miedo. Y nuestro ego es la receta que hemos construido para salvarnos de esos peligros que imaginamos son letales. Lo curioso es que la mayor parte de los supuestos peligros que intentamos evitar no representan ninguna amenaza real a nuestra integridad… excepto para la idea que tenemos acerca de quiénes somos.

En mi experiencia como terapeuta me encuentro una y otra vez a personas que, después de haber vivido una decepción amorosa, se sienten deprimidas e incapaces de dejar ir esa relación. Cuando profundizamos en lo que les sucede, descubrimos que sienten una gran tristeza por la pérdida, pero al mismo tiempo tienen una fuerte dificultad para sentirse tristes. Es decir, el problema es que hay una gran tristeza y al mismo tiempo una incapacidad para sentir tristeza. Sabemos que sentir tristeza es algo muy natural y definitivamente no tiene ningún resultado fatal, nadie ha muerto por eso. Sin embargo estas personas creen, gracias al ego que han construido, que algo terrible sucederá si sienten tristeza. Cuando les sugiero que simplemente se permitan entristecerse se defienden y sacan a relucir todas las ideas absurdas que han ido cultivando durante su vida “es que si siento tristeza eso significa que soy patético”, “si siento tristeza me deprimiré para siempre”, “si siento tristeza, eso es admitir una debilidad” y estas ideas tienen una contraparte, respectivamente, “debo ser alguien admirable”, “debo estar alegre”, “debo mostrarme siempre fuerte para que no me dañen”.

La mayoría de los niños –que aún no han desarrollado un ego tan rígido y estructurado como el del adulto- saben muy bien cómo sentir tristeza. Después de sentirla durante un tiempo, esta se pasa por sí sola y eso es todo. Pero cuando ya somos adultos hemos desarrollado tal cantidad de miedos absurdos que nos volvemos incapaces de sentir con naturalidad. Aprendemos que nosotros mismos somos un ser demasiado peligroso para nuestra idea acerca de cómo debiéramos pensar, sentir y comportarnos. Creemos que si nos dejamos ser, nos desfiguraremos y eso nos traerá consecuencias fatales, no podemos soportar que se nos corra un poco el maquillaje.

Cuando estas personas dejan el miedo a la tristeza, entonces pueden soltar la relación que perdieron. Pero en realidad lo que necesitaban no era lograr soltar esa relación en particular, lo que necesitaban era simplemente dejar a un lado el ego para poder sentir lo que estaban sintiendo. Lo más gracioso de todo es que cuando se permiten sentir la tristeza, en vez de morir o desfigurarse, descubren que es una experiencia muy agradable, que comienzan a respirar mejor, que se relajan y que se sienten –por paradójico que parezca- más felices. Muchos maestros espirituales lo han señalado y siguen insistiendo; “Cualquier cosa que experimentes por completo, es dicha”.

De este modo, la mayor parte de nuestros conflictos no son más que el temor a sentir algo que creemos que es peligroso, pero que en realidad no representa ninguna amenaza. Tenemos miedo al miedo, miedo a la tristeza, nos da pena sentirnos tristes, nos da pena sentirnos enojados, nos da rabia sentir miedo… en la depresión, por ejemplo, encontramos que las personas se enojan consigo mismas por sentirse desmotivadas porque tienen la idea de que “deben estar motivadas”. Cuando se permiten el sentimiento de desmotivación recuperan sus energías y pasa la supuesta “depresión”. En los ataques de pánico las personas tienen miedo de sentir miedo, tal vez tengan la idea de que sentir miedo es peligroso o vergonzoso, pero cuando descubren que sentir miedo no representa un peligro en sí mismo y, en consecuencia, se permiten sentir miedo y perder un poco la compostura, el miedo pasa y los ataques de pánico desaparecen como por arte de magia.

Podría seguir enumerando síntomas y trastornos, pero básicamente se tratan todos de lo mismo: creemos que lo que nos sucede está mal, que es peligroso y que deberíamos hacer algo y esforzarnos de algún modo para evitar esa experiencia. Esto nos enferma, nos enajena, nos genera dificultades en nuestras relaciones, nos hace sufrir y finalmente acabamos sumergidos en un profundo aburrimiento existencial. La vida pierde sentido porque el placer de vivirla se desdibuja.

Sat Chit Ananda: La Buena Noticia es que No Hay Peligro

“Sat Chit Ananda” son tres conceptos en sánscrito que hacen referencia a cómo se percibe la realidad cuando se la experimenta tal cual es, es decir, sin el filtro de nuestro ego. Significan, respectivamente; Existencia, Consciencia y Dicha. Si pudiésemos sumergirnos en la realidad sin las restricciones que nuestro ego nos impone lo que descubriríamos es que cuando somos conscientes de aquello que existe experimentamos dicha, o felicidad sin causa, o amor incondicional, paz, bienestar, etc.

Por lo tanto, lo peor que podría sucedernos en el caso de soltar las restricciones innecesarias de nuestro ego, es que nos sintamos mejor. Si en vez de intentar hacer que la realidad cambie a nuestro favor –o sea, a favor de nuestro ego-, si simplemente la experimentásemos tal cual es, seríamos profundamente felices. Nuestro ego, sin embargo, opina lo contrario: “Si no hago algo para cambiar las cosas, lo pasaré muy mal”.

Pero, ¿qué es la realidad? ¿De qué realidad hablan los célebres místicos y sabios de todos los tiempos? Hablan del aquí y el ahora. Lo único que existe realmente es eso que sucede en el presente. El pasado y el futuro existen sólo en nuestra imaginación. Es imposible “tocar” el futuro o “traer” un pedazo de pasado. Lo único realmente concreto, palpable y experimentable es el presente. Y el presente es un momento fugaz, es imposible de agarrar, y al mismo tiempo es eterno, siempre está existiendo, no tiene un comienzo o un fin. La noción de comienzo o fin es producto de nuestra mente que imagina un punto de partida y otro de llegada. Sin embargo, si observamos el instante presente nos podremos dar cuenta que no tiene un comienzo ni tampoco un fin… simplemente es una existencia de algo que no tiene causa ni origen.

El presente es imposible de definir. No es una cosa, es un proceso, está en perpetuo movimiento y al mismo tiempo es atemporal… en el momento en que lo denomino de algún modo, ya se transformó. Es como las nubes. A veces podemos imaginar que las nubes toman ciertas formas, pero una vez que pasa el instante ya no tienen la forma que habíamos definido. Es innombrable, es un “algo” que existe y al mismo tiempo no es definible ni atrapable dentro de un concepto.

El tiempo es una noción creada por la mente que imagina un pasado y un futuro. Pero si dejamos de delirar con el pasado y el futuro, veremos que sólo hay “esto”, sin tiempo, una impermanente impermanencia. Por otro lado, ya que el pasado y el futuro no pueden experimentarse, sólo podemos sentir y experimentar algo en el presente. Sólo en el presente podemos experimentar dicha, que aparece cuando simplemente lo experimentamos, ya que la naturaleza de la realidad –es decir del presente- es Existencia, Consciencia y Dicha.

Nuestro ego, sin embargo, nunca se ocupa realmente del presente… vive a la defensiva respecto de las posibilidades futuras o bien enorgulleciéndose del pasado o lamentándose de él. Y ya que no se ocupa del presente, no sabe nada acerca de la dicha o felicidad sin causa, sólo sabe que el mundo y nosotros somos algo peligroso de lo cual hay que defenderse. El ego cree que para alcanzar la plenitud es preciso hacer algo para que las cosas sean no del modo que son, sino del modo que considera que deben ser. Pero la verdad es que para alcanzar la plenitud es preciso experimentar el presente tal cual es. En cierto sentido, es muy sencillo ser feliz, no se necesita nada más que existir y estar en paz con eso que es, sin embargo, dejar ir el ego es un aprendizaje que puede llevarnos muchos años de práctica.

Para el ego la felicidad no es sencilla, siempre depende de que ciertas condiciones se cumplan. Sus propias condiciones por cierto. Si he llegado a la conclusión de que seré feliz cuando tenga una pareja, o cuando tenga éxito económico o cuando sea libre, entonces cada vez que obtenga esas cosas creeré que soy feliz. Si no tengo esas cosas, creeré que sufro. Es por esto que cuando estamos atados a nuestro ego sufrimos tanto. La vida siempre está en perpetuo cambio, la realidad es un proceso que se transforma de modo permanente, por esto es imposible lograr las cosas que el ego quiere lograr. Nuestro ego quiere cosas eternas, cosas que no se destruyan ni cambien. Esta no es la naturaleza de la realidad. Tan pronto como conseguimos alguna cosa, esta se transforma y deja de ser aquello que creíamos que era, como las nubes con el viento. No hay nada que podamos poseer porque nada se queda en su sitio. Nunca.

La buena noticia es que la verdadera felicidad, la verdadera paz, surge de modo espontáneo, no porque ciertas condiciones se cumplen, sino porque la naturaleza de la realidad es dicha. Es decir, en vez de buscar la felicidad empeñándonos en crear ciertas condiciones ideales para nuestro ego –causándonos por cierto gran cantidad de estrés y desencantos-, bastaría con que dejásemos de buscar algo y simplemente experimentemos la realidad, el aquí y ahora. La felicidad no está más allá, está aquí mismo si dejamos de insistir en que Santa Claus nos traiga los regalos que le pedimos porque tenemos miedo de los misteriosos obsequios que nos puede traer la vida si nos abrimos a ella.

La verdadera felicidad, la verdadera dicha, no tiene causa alguna. Simplemente surge, sin causa. Es la flor que se abre cuando nos rendimos por completo e incondicionalmente a la realidad, al aquí y ahora. La existencia se regocija en ti cuando eres consciente, cuando sencillamente sientes por completo lo que sea que esté sucediendo.

Representación Mental v/s Vivencia

Si pudiésemos romper esas restricciones auto impuestas que hemos construido a lo largo de nuestra vida, recuperaríamos nuestra capacidad de ser y sentir, la vida volvería a ser una divertida montaña rusa, nos sentiríamos plenos y satisfechos por el mero hecho de existir –sin importar cuáles sean las circunstancias externas en las que nos encontremos-. Pero ¿cómo conseguir esto?

Resulta de ayuda comprender los mecanismos psicológicos que nos atan al ego. El ego es una parte de nuestra mente, aquella parte que incluye todas las creencias acerca de quienes somos, cómo debemos ser, actuar, pensar, sentir, etc. Sin mente no es posible tener un ego. Y la mente –que no es lo mismo que el ego, pero que es el medio ambiente en el cual éste existe- corresponde a todos los procesos mentales que se desarrollan en el ser humano a partir de su capacidad de crear imágenes, símbolos y conceptos que sirven para representar experiencias, objetos, etc.

Representamos cosas gracias a ésta capacidad de la mente. Por ejemplo, si alguien me dice “mira ése árbol”, puedo comprender que me está pidiendo que realice una acción que consiste en mirar en la dirección en la que hay un árbol. Ahora bien, todas esas palabras y los conceptos a los que hacen referencia, no se parecen en NADA a la experiencia voltear y mirar un árbol. La palabra “árbol” no tiene hojas ni olor ni sabor, incluso la imagen interna que yo pueda tener de lo que es un árbol está muy lejos de parecerse a la experiencia de uno real. Esto es una representación.

Si me acerco a ese ser vivo que denominamos “árbol” podré tocar sus hojas, sentir su olor y su sabor y será muy evidente que el concepto y la experiencia no se parecen, ni siquiera están remotamente cerca. Pero lo más curioso de todo es que al usar el concepto de árbol sufrimos del delirio de que “sabemos” lo que son los “árboles” reales, cuando en realidad lo único que sabemos es lo que significa la palabra “árbol” dentro de nuestro sistema de conceptos, imágenes y símbolos mentales. Es más, podríamos acercarnos una y otra vez al MISMO árbol y siempre tendremos una experiencia DISTINTA, nunca experimentaremos su olor, ni su sabor, ni sus hojas del mismo modo. Por supuesto que podríamos delirar y creer que tuvimos dos veces la misma experiencia –cosa que sucede muy habitualmente-.

No hay duda que la capacidad de representación de la mente es tremendamente útil porque nos permite dar orden y sentido a los miles de estímulos que experimentamos segundo a segundo, aún más, nos permite operar sobre la realidad de modo práctico y funcional para la supervivencia y la comunicación con los otros.

El problema radica en que una vez que aprendemos a representar cosas, terminamos confundiendo la realidad con las representaciones que hemos hecho de ésta. De este modo perdemos contacto con el aquí y ahora y vivimos “dentro de nuestra cabeza”, creyendo que ése es el mundo real. Ya no experimentamos más los árboles, simplemente nos relacionamos con el concepto que tenemos de ellos. Lo mismo sucede con nuestras experiencias afectivas y nuestras sensaciones corporales. En vez de sentirlas, nos representamos nuestros sentimientos y entonces nos ocupamos de la representación que tenemos de ellos en vez de sentirlos. Ahora bien, si la representación que hicimos de nuestros sentimientos entra en conflicto con la representación que nos hemos hecho de nosotros mismos, nos encontramos en conflicto.

¿Representación de nosotros mismos? En efecto, también hemos construido una representación de nosotros, que nada tiene que ver con lo que realmente somos. Así como representamos el árbol y luego dejamos de relacionarnos con él, creamos una representación de cómo supuestamente somos y luego dejamos de experimentarnos y relacionarnos con lo que somos. Estamos mucho más preocupados de nuestra auto-representación que de ser y existir tal cual somos. Nos encanta que nos digan cosas interesantes sobre nosotros, pero cuando se trata de sentirnos y ser sin más, sin representaciones, escapamos rápidamente haciendo juicios y dando excusas para protegernos de algún supuesto peligro. Nos alegramos si los demás confirman que somos como nos hemos representado que queremos ser, o nos deprimimos en la situación contraria. Pero de lo que realmente somos, de experimentarnos de forma directa, ni hablar.

Hace mucho cometimos el error de olvidar que el lenguaje y la mente sólo son una representación de la realidad y que su finalidad es exclusivamente práctica. No nos parece para nada necesario ni importante darnos el tiempo de experimentar la realidad. Lo lamentable de ésta situación es que si existe la posibilidad de sentir dicha o felicidad, sólo puede darse al experimentar la realidad –sat chit ananda-. A través del filtro de la mente no es posible tener contacto con nada real. Podemos operar sobre la realidad, planificar nuestras compras, estudiar una carrera, hacer la comida y utilizar diversas herramientas, pero no podemos experimentar la realidad tal cual es, por lo tanto somos casi incapaces de experimentar dicha real.

Cuando hemos aprendido a confundir la realidad con la representación que tenemos de ésta somos como los niños pequeños que se han hecho la idea de que cierta comida no les gusta. Recuerdo una ocasión cuando mi hijo era pequeño, unos tres años aproximadamente. Me preguntó que sería lo que íbamos a comer en el almuerzo. Yo le respondí “lasagna” e inmediatamente en su rostro se formó una expresión de asco y me dijo “no me gusta”. Yo sabía que él nunca había probado una lasagna, por lo tanto no era posible que no le gustase. La palabra le pareció fea –tal vez la encontró parecida a “lagaña”- e imaginó que el gusto de la lasagna era tan malo como una lagaña. Luego, más tarde, cuando era la hora de comer, se rehusó a probar siquiera un bocado. Incluso a pesar de que lo convencí de probar un poco, siguió insistiendo en que no le gustaba, confundía la representación con la realidad: No se había dado siquiera el tiempo de sentir el sabor de su comida. Sólo experimentaba el rechazo al concepto que tenía, el rechazo a la representación que se había hecho de la comida. Días más tarde, volvimos a tener lasagna para la comida, pero yo le dije que lo que íbamos a comer era un gran tallarín cuadrado. Le pareció genial y se comió con mucho gusto su lasagna, exactamente igual a la anterior.

No somos en nada diferentes a mi hijo cuando tenía tres años, nos quejamos de nuestra situación, insistimos en que la vida no nos da lo que realmente nos haría sentir bien, que nuestras relaciones no están bien, que nos sentimos desdichados, que nos somos como deberíamos –“que soy demasiado flojo, demasiado irritable, demasiado algo que no debe ser”-, que algo tiene que estar fundamentalmente mal y que ése debe ser el motivo por el cual no nos sentimos del modo que quisiéramos sentirnos… ¡Pero si ni siquiera nos hemos dado el tiempo de sentirnos como realmente nos sentimos, no le damos ninguna oportunidad al sabor de la realidad!

Si pudiésemos experimentar la realidad sin el filtro de nuestra mente y de nuestro ego, descubriríamos que tiene un sabor que nunca siquiera pudimos imaginar, un sabor perfecto –pues la imaginación es representación y la realidad nunca se parece a las representaciones-.

Abandonar la Ilusión y Vivir: Algunas Sugerencias Prácticas

Ahora que ya comprendemos el mecanismo que nos ata al ego, podemos comenzar a practicar salir de la ilusión de las representaciones y experimentar lo que es real. Es simple, pero requiere bastante práctica y esfuerzo aprender a hacerlo. Sería necesario seguir una instrucción más o menos como la siguiente; “toma consciencia de aquello que estás experimentando aquí y ahora, simplemente siente, observa, degusta, no hagas juicio, solamente experiméntalo tal cual es. No importa qué sea lo que estés experimentando, dale una oportunidad, no lo juzgues, abrázalo.” A continuación haré algunas sugerencias para llevar esto a la práctica.

Meditar para Aprender a Sentir

La primera sugerencia concreta que podría hacérsele a quien quiera comprobar por si mismo/a si es cierto que la naturaleza de la realidad es existencia, consciencia y dicha, sería la siguiente; siéntate cómodamente, de preferencia sin apoyar tu espalda y toma consciencia, es decir, siente lo que sea que esté sucediendo en tu aquí y ahora. Observa tus pensamientos, tus sensaciones corporales, tus emociones, los estímulos que llegan a través de tus sentidos. No intentes hacer nada con todo eso, simplemente siente, experimenta. No intentes comprender lo que está sucediendo, sólo siente su “sabor”, su “olor”, su “cualidad”, nada más. Hazlo durante algunos minutos. Intenta moverte lo menos posible de modo que hagas lo menos posible y así evites lo menos posible la experiencia presente.

La instrucción es sencilla, pero cuando intentamos hacerlo lo primero que sucede es que nuestro diálogo interno se entromete y nos saca de la realidad, nos perdemos en las hipnotizantes historias que nuestra mente genera de modo automático. ¿Tendríamos entonces que entrenarnos hasta lograr poner la mente en blanco? En absoluto. Si la mente se entromete, intenta experimentar o sentir tus pensamientos. Atiende al aquí y ahora de tu mente.

¿Sentir los pensamientos? El pensamiento siempre está haciendo referencia a algo que, o bien no está aquí, o bien haciendo juicios respecto a lo que está aquí. “Esto que está sucediendo me gusta… esto que está sucediendo no me gusta… lo que podría suceder me gusta o no me gusta… ayer cuando estaba en tal lugar pensé que…” No hagas caso del contenido, simplemente date cuenta de qué experiencia tienes aquí y ahora mientras tus pensamientos realizan sus incansables monólogos. No se trata de dejar de pensar, sino de entrar en el aquí y el ahora. Cuando intentamos dejar la mente en blanco, estamos intentando también cambiar las cosas, estamos en un conflicto con la realidad tal cual es. No se trata de eso. No se trata de convertirnos en algo que no somos, se trata de abrirnos a experimentar lo que somos aquí y ahora.

Esta es una práctica de meditación sencilla que vale la pena realizar todos los días durante algunos minutos. Da muy buenos resultados. Y si se practica regularmente es posible aprender a diferenciar qué es experimentar de modo directo la realidad de qué es estar “hipnotizado” por nuestras representaiones.

Desarrolla Firme Determinación para Experimentar la Realidad tal Cual Es (Deja las Quejas y las Críticas)

La segunda sugerencia concreta que podría hacerse consiste en desarrollar la firme determinación de experimentar la realidad tal cual es, o dicho de un modo más coloquial, desarrollar la firme determinación de dejar de ser un niño mañoso. La vida cotidiana nos trae día a día múltiples experiencias que nos llevan a experimentar cosas que no nos gustan, y cuando esto sucede, nos quejamos o criticamos. Tan pronto las cosas se escapan de la zona en la que nuestro ego se siente confortable, nos quejamos o nos criticamos a nosotros, o a los demás o al mundo. La sugerencia es que cada vez que descubras que estás sintiendo algo que no te gusta y que estás haciendo juicios negativos respecto de la experiencia, te detengas un momento, suspendas tus juicios y te des tiempo de sentir y experimentar lo que sea que estés experimentando sin intentar hacer nada por dejar de sentir eso que no te gusta sentir.

¿Entonces si alguien me hace daño debo permitírselo? En absoluto. No es lo mismo actuar en el mundo externo cuando es necesario hacerlo, que actuar en el mundo externo para evitar sentir lo que estoy sintiendo. Por ejemplo, supongamos que mi mujer tiene una reacción agresiva conmigo y eso me hace enojar. Si yo me permito sentir enojo plenamente, es muy probable que esto posibilite una expresión adecuada de éste y yo exprese mi molestia, no porque tenga un conflicto con sentir enojo, sino simplemente porque expreso lo que siento. El asunto es que el enojo lo puedo sentir y experimentar –y lo más probable es que hasta pueda disfrutar la experiencia-. Tal vez le diga algo como “esto que has hecho me hace sentir enojado, la próxima vez por favor evita hacerlo.”

Por el contrario, supongamos que nuestro ego dice “no debo enojarme”. En tal caso lo que ocupa mi atención no será la simple necesidad de expresar mi molestia para negociar algún asunto, mi problema será que me han hecho sentir enojado, situación en la cual el motivo por el cual me enojé pasa a ser secundario. Lo más probable es que de modo directo o indirecto critique a mi mujer o a mí mismo. Podré decirle algo como lo siguiente “no me gusta que seas así, no debieras tener este tipo de reacciones” o bien, en caso de no ser capaz de expresar nada, tal vez me diga a mí mismo “soy incapaz de expresarme, soy patético”. Seguramente quedaré resentido, incluso podría llegar a sentir odio con ella porque me hizo sentir enojo.

En el primer ejemplo no hay resentimiento con ella, más aún, es probable que el asunto que suscitó la emoción se resuelva de forma comparativamente más sencilla y de ningún modo en sentiré odio, sólo enojo.

Conoce tu Ego; Busca Ayuda

En la mayoría de los casos –si no en la totalidad-, por más que practiquemos meditación y desarrollemos una firme determinación para experimentar la realidad tal cual es, hay grandes zonas de nuestro ego que se mantienen por completo intocadas. Estas zonas correspondes a las ideas más profundas e importantes de su estructura. El ego es como un edificio de varios pisos que se levanta sobre algunos pocos pilares fundamentales. Los pisos de arriba son vistosos y fáciles de identificar, por lo tanto, fáciles de desarmar. Pero los pilares sobre los que se construye permanecen hundidos bajo la tierra. Estos pilares son ideas y creencias muy fundamentales acerca de cómo es la realidad, qué es lo que somos, qué es el mundo, qué es la existencia, etc. Hemos vivido durante tantos años gobernados por estos supuestos básicos, que resulta prácticamente imposible cuestionarlos si hacemos el intento de forma solitaria.

Imagina un pez que siempre ha vivido dentro de una pecera. Tal vez este pez sienta cierto malestar porque no está en su hábitat natural, sin embargo, ya que da por sentado que todo el universo que existe es un pecera, no tiene la posibilidad de decir “al parecer mi malestar se debe a que no estoy en el mar” porque no sabe ni puede imaginar qué es el mar. Lo más probable es que atribuya su malestar a factores conocidos por él; “quizás el agua no está lo suficientemente limpia”, “quizás sea hambre”, etc. No logrará dar con los factores que realmente lo perturban porque no están dentro de su mapa de representaciones. Los pilares de nuestro ego son una pecera, somos incapaces de imaginar algo diferente y por lo tanto constituyen un límite invisible. Y ya que el límite es invisible, no podemos saber dónde está y, por lo tanto, no sabemos qué dirección seguir para atravesarlo.

Es necesario que otra persona nos muestre nuestra pecera, no es posible descubrirla completamente por nosotros mismos. Esta persona puede ser un terapeuta, un maestro espiritual, un amigo, tus padres, etc.

La psicología occidental ha desarrollado muchas formas diversas de llevar a cabo el descubrimiento de estos pilares fundamentales del ego y por esto la recomiendo como una de las mejores instancias. Muchos enfoques –no todos- en psicología centran sus esfuerzos en el descubrimiento y transformación del Ego. En mi trabajo como terapeuta, cada vez que conseguimos desenterrar con otra persona sus ideas fundamentales, escucho frases más o menos como la siguiente; “jamás se me ocurrió que fuese posible ver este asunto de este modo… es lo opuesto a lo que siempre creí, me da un poco de miedo, pero también me siento más libre, es un alivio.” Nos excita y atemoriza dejar nuestras limitaciones y sabemos –a pesar del miedo y el rechazo que nos pueda causar la expansión de nuestros límites- que eso es lo que realmente andamos buscando: queremos ser libres, queremos sentir, queremos vivir la felicidad sin causa.

Una vez que podemos ver estas ideas ocultas, tenemos la posibilidad de experimentar la realidad con menos juicios y críticas. La práctica de la meditación será en este punto el complemento perfecto que nos ayudará a entrar de modo definitivo en la realidad.

Conoce tus Mecanismos de Defensa y Aprende a Desarmarlos

Hablar de los mecanismos de defensa del ego se acerca mucho a la idea de descubrir esos pilares fundamentales sobre los que se levanta toda su estructura. Como señalé más arriba, nuestro ego está constituido por una serie de modos de pensar, sentir y comportarse diseñados con el fin de evitar el dolor. Los mecanismos de defensa son procesos psicológicos intrincados que tienen, la mayoría de ellos, la característica de defendernos al tiempo que nos hacen desconocer el hecho de estarnos defendiendo. Es decir, nos defendemos todo el tiempo y nos defendemos del conocimiento de estarlo haciendo.

La psicología occidental ha estudiado muchos de ellos y ha ideado miles de formas de desarmarlos de modo que la persona vuelva poco a poco a ser lo que realmente es. Sobre este tema, que requiere capítulos aparte para cada mecanismo de defensa, no profundizaré más aquí, sino en artículos que vendrán más adelante. Por ahora, el lector interesado puede revisar los artículos “Historias de Gestalt; La Proyección y los Vacíos de la Personalidad” e “Historias de Gestalt; Autoestima y Relaciones Dañinas”.

Busca Experiencias que te Lleven más Allá de los Límites de tu Ego

Al comienzo de este artículo he dado el ejemplo del parque de diversiones. En esa ocasión tuve la posibilidad de ponerme de modo voluntario en una situación que evidentemente desafiaba mis propios límites. Hay muchas otras, puede ser cualquier cosa, depende de los límites que cada uno tenga. Lo que puede servir a alguien no le servirá a otro. Pero básicamente se trata de salir de la rutina habitual, hacer cosas que no haríamos –que rechazamos sin fundamentos realmente razonables-, en fin, explorar la realidad de modos que nunca hemos probado.

Una práctica que puede resultar especialmente beneficiosa es actuar personajes en diversas situaciones y descubrir cómo se experimenta la realidad “siendo” temporalmente otra persona. El ego es, literalmente, un personaje que posee frases típicas, conductas típicas, formas de pensar y sentir típicas y recurrentes. Uno de los modos más directos y eficaces de abandonarlo es representar otro personaje. Se puede elegir cualquiera, un niño llorón, un hombre serio y crítico, una madre amorosa, un molesto e invasivo payaso, etc. Todos sirven y mientras menos se parezcan a nosotros, más lejos podrán llevarnos. Cuando realizamos esta práctica uno de los descubrimientos más inmediatos que hacemos es que nuestra forma de ser no es necesariamente mejor que otras, es más, hay otras que tienen muchas ventajas por sobre la nuestra. Descubrimos que no es necesario seguir repitiendo por toda la eternidad el mismo rígido y aburrido guión.

Cuando tenemos experiencias que nos llevan más allá de nuestros propios límites, suceden dos cosas simultáneas, nos hacemos conscientes de nuestro límite y al mismo tiempo descubrimos un espacio de libertad para ser que antes no teníamos. Entramos en un territorio que no estaba mapeado por nuestras representaciones mentales, entramos en la realidad tal cual es.

Comentario Final

Las sugerencias que he hecho más arriba son sólo algunas posibles. Hay muchos sistemas y métodos de autodescubrimiento que tienen como meta alcanzar la experiencia de la realidad. Recomiendo ésas porque son, de todas las que conozco, las que mejor han funcionado para mí.

La invitación es a aprender a sentir, soltar el miedo al dolor y entregarse a la vida tal cual es. La naturaleza de la realidad es dicha, es felicidad sin causa. Espero que este artículo pueda ayudarte a descubrirla. No creas nada de lo que está aquí escrito, compruébalo.

Tomás de la Fuente H.

Marzo 2012