martes, 17 de abril de 2012

Síntomas y Autorregulación; El Lenguaje del Alma

Sabemos que hemos perdido el equilibrio de nuestra salud cuando aparecen síntomas. Ellos vienen a avisarnos que algo funciona mal. En el caso de un problema a nivel físico estamos acostumbrados a pensar de este modo. Si tenemos fiebre, no decimos que estamos enfermos de fiebre, es de conocimiento popular que la fiebre aparece debido a que otro evento la origina. El síntoma es efecto de una causa distinta a él. Podremos entonces acudir a un experto para que realice un diagnóstico que identifique la causa y, en consecuencia, entregue el tratamiento adecuado.

Sin embargo, cuando se trata de síntomas psicológicos o del alma, nuestro proceder suele ser completamente insensato. Por ejemplo, nos sentimos deprimidos, pero en vez de tomar en serio el síntoma y ponernos en marcha para identificar el origen de nuestro estado y, por lo tanto el tratamiento correcto, intentamos hacer desaparecer nuestro estado levantando el ánimo a golpes de fuerza de voluntad… así prolongamos nuestra agonía, a veces durante años. No nos interesa en absoluto saber qué es lo que origina el síntoma, queremos eliminarlo.

Supongamos que nuestra casa tiene una alarma antirrobos y súbitamente comienza a sonar. Sabemos que puede ser síntoma de que hay alguien robando. Luchar contra nuestra depresión es lo mismo que intentar apagar la alarma en vez de llamar a las fuerzas policiales para que resuelvan el problema. Luchar contra nuestros síntomas nunca resuelve nada, es necesario escucharlos.

A nivel psicológico, hemos aprendido a desarrollar verdadera fobia hacia nuestros síntomas. Creemos que el problema son nuestros sentimientos negativos y rasgos de personalidad cuando en realidad nuestros sentimientos negativos y rasgos de personalidad son síntomas que necesitan ser comprendidos porque indican un desajuste que requiere atención. De este modo, por ejemplo, podríamos creer que el problema es que somos impulsivos –cuando en realidad la impulsividad es un síntoma que avisa sobre un problema en otro nivel-, creemos que el problema es que nos irritamos -cuando estar irritable es síntoma de algo más-, o creemos que el problema es que somos tímidos, cuando en realidad la timidez es sólo otro síntoma.

Cuando no Escuchamos al Síntoma

Lo que acaba por suceder es que identificamos nuestra personalidad con nuestros síntomas. Así, la persona que sufre de impulsividad, en vez de decir, “Hay algo fuera de lugar en mí, por esto es que me comporto de forma impulsiva”, dice “Soy impulsivo”. Esto equivale a decir “soy resfriado” cuando tenemos un resfrío. Absurdo.

Naturalizamos nuestros síntomas, como si ellos fueran nuestro ser. Me atrevo a afirmar que a lo menos la mitad de las características de personalidad que usamos para definirnos a nosotros mismos, en realidad son sólo síntomas de alguna enfermedad psíquica o del alma. Desgraciadamente, como hemos concluido que somos nuestros síntomas, rara vez hacemos el intento de descubrir cuál es la enfermedad. Vivimos con el alma enferma creyendo que es el estado natural de las cosas y, peor aún, creemos que nuestra enfermedad es nuestro verdadero ser. No es sorprendente que tantas personas crean en lo más íntimo que la naturaleza del humano está llena de maldad. La maldad surge de la enfermedad, no es el estado natural de las cosas. No es de extrañar tampoco que tengamos tantos problemas con nuestra autoestima, una vez que me identifico con mis síntomas aparezco como un ser deforme frente a mis propios ojos.

En psicoterapia, el trabajo suele consistir en ayudar a la persona a comprender que su supuesta forma “natural” de ser, en realidad refleja una “enfermedad” o una dinámica psicológica poco saludable. Por ejemplo, he conocido a muchas personas decir “soy llorona y estoy avergonzada de mí por esto”. Cuando indagamos qué es lo que hay detrás de su forma “llorona” de ser, descubrimos que minuto a minuto se autoflagelan con críticas y pensamientos agresivos hacia ellas mismas. ¿No seríamos acaso todos llorones si constantemente alguien nos maltratara con críticas y golpes? Cuando consiguen detener esa actitud autoflagelante, la tendencia a ser llorona desaparece y en su lugar queda una refinada capacidad para sentir y empatizar con los demás, es decir, inteligencia emocional. Lo que parecía ser una característica de personalidad poco equilibrada, en realidad era un “órgano psíquico” –la capacidad de sentir- que había enfermado por el virus de la autocrítica despiadada.

Otra de las cosas desafortunadas que hacemos con nuestros síntomas es que cuando no nos identificamos con ellos, hacemos el intento de desterrarlos de nuestra consciencia. Tenemos una tensión muscular debido al stress y tomamos una píldora para disminuir el dolor, tenemos tristeza pero nos autoconvencemos de que estamos felices, nos sentimos asustados y nos lanzamos de cabeza contra la situación que tememos creyendo que no nos asusta. Ignoramos de forma tal lo que nos sucede que ni siquiera nos damos cuenta, pero eso está ahí, nuestro cuerpo acusa su presencia.

Ignorando el síntoma traemos sufrimiento a los demás –podría ser, por ejemplo, que yo ignore que estoy enojado, entonces agrederé de forma pasiva o usaré la ironía como forma de expresar un enojo no confesado o, si no puedo admitir la tristeza de una pérdida, de forma inconsciente exigiré a los demás que me den un apoyo afectivo desmesurado, cargándolos con el peso de mi tristeza-.

Después de años ignorando nuestros síntomas acabamos por conseguir que nuestro cuerpo enferme; lo que era un sentimiento de tristeza acaba dando lugar a un cáncer, lo que era stress acaba convirtiéndose en una patología cardiovascular. En fin, utilizamos toda la amplia gama de mecanismos de defensa que hemos podido desarrollar para no saber que nuestros síntomas están ahí. Y seguimos haciéndolo porque durante un tiempo esta estrategia parece funcionar.

Bendita Crisis

La mayoría de las personas creen que una crisis es una gran desgracia. En realidad las crisis son ese momento crucial en que el síntoma grita con tal fuerza que, hagamos lo que hagamos, no es posible dejar de oír el llamado. Como dicen en oriente, la crisis, además de ser un peligro, es al mismo tiempo una oportunidad. Si sabemos descifrar el mensaje podemos reunir valor gracias a la fuerza que ese llamado nos infunde y despojarnos de los ropajes que ya no nos sirven para reorientarnos y vivir de modo coherente con lo que realmente somos. O bien, si en ese momento somos incapaces de comprender el mensaje o nos oponemos testarudos y orgullosos, nos condenamos y condenamos a quienes nos rodean a sufrir innecesariamente hasta que escuchemos o hasta que la muerte nos separe.

Las personas más difíciles de tratar en psicoterapia y en toda terapia que se ocupe del alma de las personas, no suelen ser las más graves, son las más ignorantes de sus propios síntomas. Cuando alguien acude por ayuda, con el deseo genuino de terminar con su sufrimiento, honestamente conmovido con su propio dolor, el terapeuta encuentra muy sencillo prestar la ayuda necesaria. Por el contrario, quién hace caso omiso de su propio dolor, restándole importancia, anestesiándolo o atribuyendo la responsabilidad a otros, sin importar si sus síntomas son leves o graves, no consigue mejorar. Es posible que esta persona se queje, despliegue un gran espectáculo para conmover a los demás con su dolor, se de aires de importancia por su desdicha, pero no está dispuesta a escuchar el mensaje y no puede sanar.

La crisis es la oportunidad que nos ofrece la vida para recuperar el norte. Es un grito que surge desde la profundidad de tu ser. La dificultad radica en que el lenguaje que ésta ocupa no es el de la palabra; el alma habla a través de símbolos, imágenes, sentimientos y sensaciones físicas. Para escuchar necesitamos primero aprender un nuevo lenguaje, más exactamente, recordar el lenguaje sencillo y directo del corazón. Después de eso, necesitamos reunir coraje para abandonar nuestras ideas, actitudes y mecanismos de defensa obsoletos. Necesitamos reunir coraje para entregarnos a una muerte psicológica, dejar morir parte de nuestro ego, dejar ir eso que ya no sirve. Luego viene el renacimiento, la primavera, la vida nueva, el camino a casa.

El Lenguaje Olvidado

Todos los seres vivos poseemos mecanismos de autorregulación que posibilitan mantener la vida. Si por ejemplo, nos deshidratamos, sentiremos sed. Gracias a esta sensación corporal, tenemos la motivación de hidratarnos y, en consecuencia bebemos agua, recuperamos el equilibrio y la sensación de sed desaparece. Nuestras sensaciones corporales son una brújula que indica qué es lo que necesitamos para mantener el equilibrio. Si nos alejamos demasiado de nuestro “punto cero”, aparecen síntomas serios, enfermamos y, eventualmente podríamos morir.

Este proceso de regulación no es un mecanismo que funcione exclusivamente para las necesidades fisiológicas, también es sensible a las perturbaciones en cualquiera de los niveles de nuestro ser; desde nuestro nivel físico al emocional al mental al alma y al espíritu. Todo lo que somos, cada vez que sale de equilibrio, se manifiesta en nuestro cuerpo como un síntoma. Y no importa de qué lugar de nuestro ser viene el mensaje, si lo desatendemos indolentes, desarrollamos enfermedades físicas y sembramos discordia a nuestro alrededor.

¿Todos los niveles del ser se reflejan en nuestras sensaciones corporales? En efecto, por ejemplo, la experiencia de falta de sentido en la vida no es una necesidad fisiológica; para que el cuerpo físico se mantenga vivo, no es preciso que sintamos que nuestra vida tiene sentido, sin embargo, la experiencia se refleja en nuestro cuerpo. Por ejemplo, podríamos tener un vacío en el centro del pecho, o ansiedad e inquietud, o dificultad para conciliar el sueño, o una sutil sensación de pesadez casi imperceptible que nos acompaña durante todo el día. Cuando hemos perdido el sentido en nuestra vida, no es nuestro cuerpo físico el que ha perdido el equilibrio, es nuestra alma la que se encuentra desajustada. Y el cuerpo físico muestra síntomas evidentes para quién esté dispuesto a escuchar.

Entender el mensaje de los síntomas que las necesidades fisiológicas generan resulta bastante fácil en comparación a los mensajes que vienen de lugares más profundos de nuestro ser. Nadie se confunde cuando tiene sed, pero cuando se trata del sentido de la vida, podemos pasar años atribuyendo nuestros síntomas a causas equivocadas; la pelea que tuve con un amigo, la falta de descanso, algún problema económico, etc.

¿Cómo comprender estos mensajes que vienen de zonas que están más allá de nuestro cuerpo físico, incluso más allá de nuestra mente, de los espacios más profundos del alma? En primer lugar, es preciso prestar atención, es decir, sentir lo que sucede en nuestro cuerpo. En un comienzo simplemente descubriremos diversas sensaciones que poco nos dirán. Un músculo apretado por ahí, una sensación de pesadez por allá, la falta de sensación en alguna zona, etc. Es preciso comenzar un proceso de observación carente de todo juicio, como el científico que obtiene datos y más datos hasta que finalmente comienzan a adquirir significado. En este proceso podemos demorarnos minutos, días, semanas, meses, años. No todos los mensajes están ahí para ser comprendidos de inmediato.

En segundo lugar, una vez que hemos reconocido cuál es el mensaje, es preciso obedecer y entregarse a las nuevas directrices. Con frecuencia esto es más difícil que lo primero, ya que el mensaje suele desafiarnos y empujarnos a recorrer caminos que tarde o temprano pondrán fin a tendencias enfermas de nuestra personalidad –y los seres humanos tenemos un apego muy profundo a nuestro falso yo, creemos que lo mejor que podemos hacer es seguir apegados a nuestras viejas costumbres para protegernos de peligros imaginados-. En este punto es probable que nos enfrentemos a una larga batalla entre mantener nuestros viejos hábitos y el impulso a entregarnos al nuevo movimiento. Este es el momento de crisis. Si, a pesar de la lucha, mantenemos el contacto con nuestras sensaciones corporales, las seguimos observando y las seguimos sintiendo sin importar cuán incómodos nos encontremos, es probable que consigamos reunir la fuerza suficiente y el triunfador acabe siendo nuestro verdadero ser.

En tercer lugar, descubrimos un nuevo mundo y en lo profundo, recuperamos la paz que habíamos perdido cuando torcimos nuestro camino. El síntoma .

Una Experiencia Personal

Hace un tiempo atrás, me sentía profundamente estancado. A pesar de tener el trabajo que siempre había querido tener, a pesar de tener una buena mujer, a pesar de que todo se encontraba relativamente ordenado, me sentía muerto por dentro. Estaba deprimido y no comprendía qué era lo que andaba mal ya que todo parecía estar en su lugar –todo estaba bien de acuerdo a las ideas de mi ego acerca de qué es estar bien-. Y tuve la suerte de escuchar la recomendación de una excelente terapeuta –Adriana Schnake-, que me dijo “debes trabajar más con tu cuerpo, necesitas entrar en él.”

Afortunadamente seguí su recomendación y comencé a hacer “meditaciones en movimiento” en el living de mi casa. Cerraba mis ojos, tomaba consciencia de mis sensaciones corporales y luego permitía que dieran origen a movimientos espontáneos. Intentaba descifrar mis sensaciones corporales moviéndome, ampliándolas con el movimiento a la espera que surgiera claridad. No sabía exactamente que era lo que sentía, sólo sabía que mi cuerpo estaba lleno de sensaciones desagradables, muchas sensaciones desagradables. Era un infierno.

Un día identifiqué una sensación desagradable en la boca de mi estómago. Al convertirla en movimiento, primero surgió la necesidad de dar golpes sobre unos cojines. Comencé a golpear descubriendo que mi cuerpo desvitalizado se llenaba de energía con los intensos y bruscos movimientos. Después de un rato, a pesar de estar cansado, no sentía verdadera satisfacción. Había descargado una buena cuota de enojo, pero había algo más, seguía sintiéndome profundamente inquieto, desesperado. Esta nueva sensación me llevó a ponerme de pie y comencé a dar vueltas alrededor de la mesa de centro, caminando con mucha intensidad. Me ví a mi mismo como un animal enjaulado y entonces surgió el impulso a salir de la casa.

Apareció la imagen mental de andar en bicicleta sin rumbo. ¿Salir de la casa? Eso iba mucho más allá de lo que yo mismo estaba dispuesto a ir durante mi “meditación en movimiento”. Una parte de mí quería sentarse a ver una película después del trabajo. Más, evitando pensar, tomé la bicicleta y comencé a pedalear a toda velocidad sin tomar ninguna decisión respecto a dónde dirigirme. Pedaleaba con todas mis fuerzas, sentía que en la profundidad de mi cuerpo esa sensación de inquietud y desesperación se iba calmando. Al fin parecía estar encontrando la respuesta.

Pedaleaba con mucha fuerza, llegué a sorprenderme de toda la fuerza que tenía ya que desde hacía mucho tiempo me había sentido muy desvitalizado. Después de unos minutos caí en la cuenta que iba directamente al cerro San Cristóbal –está en el centro de Santiago y muchas personas van a hacer deporte todos los días allá-. La idea de subir hasta la cima en la bicicleta fue como un relámpago que excitaba todas mis células. Un momento después sentí miedo ante la posibilidad de subir. Era extraño porque ya había subido antes, no era un territorio desconocido, sin embargo sentí miedo. Haciendo caso omiso a este sentimiento seguí mi impulso y mi camino.

Subí el cerro con todas mis fuerzas. Pedaleaba respirando con violencia, cada respiración hacía que mi cuerpo se expandiese. Al fin, comencé a entender qué era lo que necesitaba; necesitaba expandirme, crecer, triunfar, ir más allá de mis límites.

¿Por qué al mismo tiempo sentía miedo? Lo comprendí meses más tarde. Después de aquél día ese impulso a crecer y expandirme se mantuvo muy presente y, a cada oportunidad, me permitía seguirlo. Esto hizo que mis costumbres cotidianas cambiasen, retomé actividades que hacía años había dejado, hice otras que nunca había hecho. Estaba menos en mi casa y me asustaba la posibilidad de que mi mujer se enfadase por eso. Había escogido limitar mi posibilidad de crecimiento porque imaginaba que eso podía molestarla o entristecerla y, mi propia dependencia de ella me mantenía cautivo dentro de mí mismo. Siempre había sentido el impulso a ir más allá, pero nunca, hasta entonces había tenido el coraje de alejarme para crecer.

A pesar del temor, me mantuve firme en la decisión de ser fiel a mí mismo. Significó entrar con más profundidad que nunca en una crisis de pareja, cuestionar y reordenar costumbres, ideas y sentimientos que habían estado ahí por años pero que no había tenido el valor de afrontar. Fue ese impulso expansivo lo que me permitió reunir el valor suficiente para dar los pasos. Sin la ayuda de mi propio síntoma, nunca hubiese podido ir más lejos.

Este proceso de reestructuración no ha terminado del todo. Desde aquél día ha pasado un año y, si miro atrás, me maravillo y me siento orgulloso de ver que hoy estoy viviendo desde la valentía de ser yo mismo, me siento lleno de energías y motivación. Casi no me reconozco en ese ser temeroso que se había apoderado de mi vida. Han surgido nuevos proyectos en lo profesional, he dejado de hacer las cosas que no me gusta hacer y mi relación de pareja está sana. Ya no me siento deprimido, estoy agradecido de vivir.

Más allá de la Mente

Aprender el lenguaje de nuestros síntomas equivale a ir más allá de la comprensión que hemos construido de nuestro mundo y nosotros mismos. El lenguaje del alma es intuitivo, lleno de imágenes, sensaciones, sentimientos e impulsos muy difíciles de definir usando palabras, conceptos e ideas. No es un lenguaje denotativo, no se compone –como el lenguaje de la mente-, de signos que representan cosas. No es que los síntomas tengan un “significado” que alude a otra cosa distinta. Por ejemplo, mi sensación en la boca del estómago no era una especie de mensaje que dijera “hola, yo estoy aquí para que tu sepas que necesites expandirte”, era, en sí mismo el estado oprimido y al mismo tiempo el impulso a expandirse. La única posibilidad de comprenderlo es experimentarlo completamente, convertirlo en una vivencia que involucre a todo el cuerpo y el sentimiento. Después es posible traducirlo a palabras que dicen “necesito expandirme”.

Por lo tanto, para reaprender el lenguaje profundo del alma, es necesario sumergirse por completo, con toda nuestra corporalidad en nuestros síntomas. SER nuestros síntomas en vez de TENER síntomas. Si por ejemplo, en mi garganta tengo un nudo, no llegaré a ningún lado intentando descifrar “porqué” tengo ese nudo a través de un ejercicio intelectual de interpretación. Para comprender realmente, debo ser y vivenciar lo que es este nudo. Ayudará mucho dejar que ese nudo en mi garganta se intensifique, luego todo mi cuerpo se convierta en ese nudo y me permita permanecer durante un tiempo “siendo” un nudo. Del mismo modo en que los niños al jugar a representar roles tienen la vivencia de ser otra persona, aquí jugaremos a ser nuestros síntomas y tendremos una experiencia en lugar de realizar una indagación intelectual. Si entro en mis síntomas de este modo, poco a poco irán surgiendo imágenes, sentimientos, impulsos, movimientos, pensamientos, etc., que irán hablando por sí solos.

Es posible sentirse feliz y pleno en la vida, pero para eso, la comprensión que podamos tener de la realidad desde nuestra mente, es insuficiente. Para recorrer el camino del propio corazón y sentirse feliz, es necesario sentirse.

El Movimiento Espontáneo como Práctica de Autodescubrimiento y Autorregulación

Existen muchos medios a través de los cuáles podemos ir más allá de la mente para recordar el lenguaje profundo de la vida. Meditación, trabajo con sueños, el arte, la danza, la música, el trance shamánico, etc. A continuación presento indicaciones para aprender a recuperar el alma a través de la atención a los síntomas utilizando el movimiento corporal.

Hace algunos años tuve la oportunidad de participar en uno de los cursos ideados por Claudio Naranjo denominados “SAT” (Sigla que significa “Seekers After Truth”, en español, “Buscadores tras la Verdad”). En ellos se utilizaban diversas técnicas de autodescubrimiento y liberación y la que más me impresionó por su profundidad fue el Movimiento Espontáneo. No conozco la teoría que han generado sus practicantes y maestros, sin embargo, a la luz de mi formación como terapeuta gestáltico, entiendo el Movimiento Espontáneo como una entrega completamente libre y casi sin estructura al propio proceso de autorregulación a través del movimiento corporal. Las instrucciones que presento a continuación probablemente no correspondan a la ortodoxia del Movimiento Espontáneo, sino a mi propia comprensión de la técnica a partir de la comprensión que tengo del funcionamiento psíquico-corporal y de mi propia experiencia de trabajo personal con ésta.

La técnica puede realizarse con grandes grupos de personas y también de forma individual. Se requiere de un espacio grande, libre de obstáculos y que permita la más amplia variedad de movimientos corporales. La instrucción principal es moverse con los ojos cerrados de modo espontáneo, es decir, no debemos realizar ningún movimiento que nuestro cuerpo no quiera realizar. No se trata de decidir –desde nuestra voluntad- qué movimiento realizaremos, sino más bien de sentir nuestro cuerpo y permitir que se mueva del modo que quiera hacerlo.

¿Cuál es el sentido de moverse de este modo? Como señalé más arriba, nuestros síntomas y sensaciones corporales no son una especie de cartel que “representa” algo que debemos “saber intelectualmente” acerca de nosotros mismos. En sí mismas son lo que nos sucede y para comprender el mensaje, debemos ser nuestras sensaciones. El camino más corto para llegar a ser y vivenciar una sensación es, primero, poner atención a ella y, segundo, permitir que se convierta movimiento. Una vez que se expresa como movimiento, comienza un proceso de despliegue que nos lleva hacia la autorregulación, es decir, a reconocer y realizar aquello que necesitamos para estar equilibrados y satisfechos.

Supongamos, por ejemplo, que tengo una sensación de opresión en mi pecho y quiero practicar el movimiento espontáneo. El primer paso será cerrar mis ojos y sentir la opresión. Luego, permitiré que mi cuerpo comience a moverse de forma coherente con esta sensación. Entonces tal vez comience a apretarme cerrando mi pecho, quizás después quiera acompañar este movimiento con mis brazos, luego comenzaré a agacharme hasta hacerme un nudo en el suelo… me mantendré así, permitiendo que cada movimiento dé paso a un nuevo movimiento sin tomar ninguna decisión respecto a qué es lo que voy a hacer; mi cuerpo y tomará todas las decisiones. Mi papel será observar y permitir el despliegue. Si permanezco varios minutos así, 20 o 30, es probable que el movimiento atraviese varias fases. Habrá momento en los que haga ruidos, grite, salte, me mueva suavemente sobre el suelo, en fin, un gran viaje lleno de sorpresas. El punto es que eso que en un comienzo era una sensación de opresión en el pecho, ahora tiene la oportunidad de expresarse y “decir todo lo que tiene por decir” a través del movimiento, sensaciones corporales, sentimientos, emociones e imágenes que surgirán durante el trabajo. La experiencia personal que expuse más arriba es un buen ejemplo sobre cómo el movimiento nos lleva en un viaje inesperado y cómo se produce un despliegue espontáneo que conduce a la autorregulación y un mejor entendimiento sobre uno mismo.

En un comienzo, el principiante descubrirá pocas cosas acerca de sí mismo con el movimiento, pero con un poco de práctica el viaje develará más misterios acerca del propio corazón y la propia existencia. Finalmente, la experiencia comenzará a desafiar los límites de nuestro ego y nos empujará más allá de nosotros mismos. En este punto, descubriremos que nuestros síntomas son nuestros mejores aliados, nuestros guías más fieles y certeros. Despertaremos nuestra sabiduría interna aprendiendo a vivir confiando en que el conocimiento y la orientación que necesitamos están dentro de nosotros. Ya no es necesario huir de lo que nos sucede; entrar en eso –saltando una y otra vez en el vacío- es nuestra mejor oportunidad para ser lo que realmente somos. Y así, la vida es más sencilla y llevadera.

Indicaciones para un Buen Viaje

A continuación enumero las indicaciones básicas para que la experiencia tenga profundidad. A pesar de que las presento como instrucciones para realizar la actividad en grupo, también se aplican al trabajo individual.

a. Sólo realizar movimientos que el cuerpo quiera hacer: Muchas veces, en vez de movernos espontáneamente, es nuestro intelecto el que decide cómo moverse. Cuando esto sucede, nuestros movimientos carecen de gracia y gozo. Será ideal poner la intención en ser un testigo de los movimientos que nuestro cuerpo hace, simplemente nos dejamos llevar y nos mantenemos atentos al efecto que cada movimiento va generando en nosotros. En general, cuando el movimiento es espontáneo, da mucho placer.

b. Mantener los ojos cerrados: Favorece la capacidad de mantener contacto con nuestras sensaciones corporales. Cuando trabajamos con grupos de personas es importante dar la indicación de que, en caso de que alguien quiera hacer movimientos bruscos, debe abrir los ojos para evitar accidentes. Si no hay necesidad de movimientos bruscos, mantener los ojos cerrados. En mi experiencia de años trabajando con esta técnica, nunca ha habido un accidente, es totalmente seguro moverse con los ojos cerrados, incluso caminar y bailar con soltura son movimientos totalmente seguros. Con frecuencia es una gran sorpresa para las personas temerosas y desconfiadas descubrir que moverse con los ojos cerrados y confiando resulta extremadamente placentero y liberador.

c. No usar palabras: El uso de palabras activa el proceso intelectual y esto dificulta la total entrega al movimiento. Se puede hacer cualquier clase de sonidos con la voz y el cuerpo, pero las palabras quedarán fuera de la actividad.

d. Cualquier cosa puede convertirse en movimiento: Podemos convertir nuestras sensaciones corporales en movimiento, pero también nuestros pensamientos podemos expresarlos con movimiento. Cuando alguien se encuentra con muchas dificultades para hacer contacto, la siguiente indicación puede ayudar: “Cualquier cosa que esté sucediendo en ti, una sensación, un pensamiento, una imagen, un deseo, lo que sea, permite que se traduzca a movimientos corporales.”

e. No forzar a los participantes a moverse: Si queremos experimentar movimiento espontáneo, no forzaremos a nadie a moverse. El no movimiento también es un movimiento.

f. Preferentemente no se usará música: la música induce diversos estados. Si queremos explorar estados específicos, podemos utilizar música que induzca ciertos tipo de movimientos. Si, en cambio, lo que buscamos es explorar con profundidad el proceso único y personal de cada quién, recomiendo el silencio. Cada uno seguirá su propia música interna.

g. En grupos grandes se puede usar un “testigo”: Se puede dividir el grupo en dos y formar parejas. Uno de los integrantes de la pareja se moverá durante la actividad y el otro será su testigo. El testigo se mantendrá durante toda la fase de movimiento en total silencio y observando atentamente a su pareja moverse. Moverse frente a un testigo añade mucha profundidad a la experiencia ya que no sólo nos movemos en íntimo contacto con nosotros mismos, sino también, mostramos nuestra intimidad a otro. Luego de terminado el movimiento, el testigo se reúne con su pareja y comparte de forma breve lo que llamó su atención al observar su movimiento.

h. Tiempo ideal de duración de la experiencia, 30 minutos o más.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Historias de Gestalt: Recuperar el Ser Haciendo la Digestión de Ideas Tóxicas

Introyección: Es Incómodo Usar Ropa hecha a la Medida de Otros

En los capítulos anteriores hemos visto que la proyección consiste en poner en el mundo algo que nos pertenece a nosotros porque no podríamos tolerar que eso fuese nuestro. La introyección es el mecanismo opuesto y consiste en tomar algo que es del mundo y usarlo en uno mismo artificialmente. Si lo que sucede en la proyección es que al mirar el mundo lo que en realidad vemos es una parte de nosotros mismos creyendo que es del mundo, en la introyección hemos pegoteado cosas que son del mundo sobre nuestro ser y acabamos creyendo que esos trozos pegoteados somos nosotros mismos. Es como si hubiésemos tomado la decisión de usar la ropa de otros sin habernos preocupado de llevarla al sastre para que arregle las medidas. No podemos estar cómodos.

Esa ropa ajena que nos imponemos usar son creencias acerca de cómo deberíamos ser, pensar, sentir y actuar que no han pasado por un proceso de “digestión” de modo que podamos asimilarlas y acomodarlas en consonancia a con nuestro ser real. La consecuencia más trágica es que acabamos olvidando qué es lo que realmente pensamos, sentimos y queremos. Nuestra identidad es reemplazada por una identidad postiza, adquirida para sentirnos seguros cumpliendo las expectativas de otros.

¿Sentirnos seguros? En efecto, ocupamos los mecanismos de defensa cada vez que nos vemos enfrentados a situaciones que nos causan angustia cuando nos sentimos atrapados entre al menos dos alternativas desalentadoras. Por ejemplo, un niño tiene ganas de llorar pero sabe que si su padre lo oye llorando le dará un castigo por “ser poco hombre”. En este caso, el niño tendrá que elegir entre aguantar su llanto –evitando así el castigo y la herida a su autoimagen, ganando quizás la admiración de su padre-, o bien, llorar a pesar de todo. Si llora podrá deshacerse de la tensión interna y sentirá cierto alivio, pero se verá enfrentado al castigo del padre. Si no llora, su padre podría hasta felicitarlo, sin embargo, tendrá que bancarse la angustia que implica retener sus lágrimas. En cualquier caso, perderá. Es ante este tipo de situaciones donde desarrollamos mecanismos de defensa: en su momento resultan adaptativos y necesarios, pero lamentablemente, una vez que los aprendemos, seguimos aplicándolos a todo tipo de situaciones de modo innecesario y con consecuencias nefastas.

¿Qué relación tiene este ejemplo con la introyección? Si este niño eligiera no llorar es probable que acabe por introyectar la expectativa que su padre tiene de él convirtiéndola en un imperativo como “no debo llorar”. Pero esto no es suficiente para que el mecanismo de defensa sea efectivo, pues todos sabemos que aguantar una emoción es extremadamente desagradable. Este niño necesita además eliminar de su consciencia el malestar que provoca retener su emoción. Para eso será necesario hacer más fuerte la identificación con el introyecto añadiendo insignias a la propia autoimagen con ideas tales como “a mí nunca me da pena”, “yo siempre soy fuerte”, “soy invencible”, “que orgulloso estoy de mi mismo porque nada me entristece” y con conductas que refuercen esas mismas ideas obligándose quizás a sonreír, a resolver los conflictos a golpes y a exponerse a peligros. Finalmente el niño se convence a sí mismo de que la angustia que siente no es suya –porque él es un hombre rudo, según aprendió-, y proyectando el impulso prohibido sobre el mundo, se deshace de la angustia y termina por concluir que él es el niño que su padre quiere ver. Parece que hubiese logrado resolver su conflicto. Es verdad, ha logrado salir del paso, pero hay algo que no llega nunca a quedar en su sitio. El introyecto ha deformado su verdadera identidad. Ha vendido el alma al diablo.

Recuperar la Responsabilidad sobre Uno Mismo

Cuando enseño a otros sobre la introyección, una de las primeras conclusiones a las que llegan las personas es que la culpa de todo este daño es de la sociedad que nos obliga a traicionarnos a nosotros mismos. Si bien en parte esto es cierto, tiene escaso valor terapéutico ver las cosas de este modo ya que desde esta perspectiva la responsabilidad por lo que sucede dentro de nosotros es del mundo, de nuestros padres, profesores, amigos, etc., y si seguimos por este camino llegaremos al convencimiento de que la sociedad está podrida porque no nos deja ser.

La verdad es que nosotros hemos hecho la elección de traicionarnos a nosotros mismos para salvarnos en una situación difícil. Y el problema no radica en traumas del pasado que de modo misterioso influyen sobre nuestro presente. El problema es que hoy seguimos traicionándonos en situaciones en las que no es necesario defenderse. Siguiendo el ejemplo anterior, una vez que el niño se ha hecho adulto, tiene la posibilidad de llorar y tolerar perfectamente que a su padre no le guste su conducta, sin embargo, una y otra vez, a cada momento, vuelve a repetir la elección de no ser quién realmente es intentando demostrarse a sí mismo lo fuerte que es. El padre ya no tiene el poder de ejercer ninguna presión sobre este hombre –quizás incluso ya no esté vivo-, es él mismo quién sigue cumpliendo la expectativa del padre de antaño. Nuestros mecanismos de defensa usados en contextos innecesarios se convierten en una amarga autotortura.

Trabajar con los propios introyectos no da resultado si seguimos culpando a los otros. Es necesario hacernos cargo de nuestras propias elecciones, arrepentirnos de aquellas veces en las que nos fallamos a nosotros por salvarnos –de peligros imaginados la mayor parte de las veces-, para mantener nuestra falsa autoimagen intacta, para no perder la aprobación de los demás y la propia. Y por último, trabajar con nuestros propios introyectos implica redescubrir quienes realmente somos y desarrollar el coraje de ser. No sigamos culpando a otros de lo que nos hacemos a nosotros mismos, eso no ayuda a nadie.

Digerir las Ideas Tóxicas

Los introyectos pueden ser identificados de diversas formas. Están implícitos en las exigencias poco empáticas e innecesarias que hacemos a otros, en nuestras creencias rígidas y fanáticas acerca de cómo debemos comportarnos, en la ansiedad cuando sentimos que no daremos la talla, en la vergüenza, en nuestras idealizaciones, en las actitudes falsas que adoptamos de modo rígido y automático, en la culpa, etc. Con frecuencia, cuando están operando, experimentamos dentro de nosotros dos tendencias opuestas aparentemente irreconciliables –resulta difícil decidir, nos sentimos confundidos o bien, si nos forzamos a hacer lo que no queremos nos sentimos ansiosos e incómodos dentro de nosotros. Podría sucedernos, por ejemplo, que experimentemos la intención de agradar junto con el deseo de agreder, o la intención de hacer cosas junto con el deseo de no hacer nada, o la intención de ver a un amigo junto con el deseo de no ver a nadie.

En casos extremos podemos llegar a sentir que estamos poseídos, nos descubrimos actuando de formas con las que no estamos de acuerdo, más sin poder evitarlo, representamos un papel falso y nos auto-traicionamos –si no somos conscientes de que la presión por representar ese papel es autoimpuesta, tal vez culpemos a los demás y nos sintamos resentidos con ellos por “las cosas que nos hacen hacer”-. Nuestra personalidad se fragmenta; lo que hacemos, pensamos y sentimos no tiene coherencia. La situación puede llegar a ser aún peor cuando hemos introyectado dos ideas opuestas. Podríamos por ejemplo, autoimponernos simultáneamente ser colaboradores por un lado y ser competitivos y agresivos por el otro. Acabaremos sintiéndonos partidos en dos. Gastaremos nuestras energías en determinar qué es lo correcto y olvidaremos la pregunta esencial: qué es lo que quiero y qué es lo que siento.

Para hacer la digestión de los introyectos es necesario primero identificarlos. Luego debemos examinarlos con ojo crítico y revisar en qué medida estamos realmente de acuerdo con esas ideas, qué es lo que realmente sentimos en relación a ellas y de qué modo queremos ser, cuestionando los mandatos que nos hemos autoimpuesto. Literalmente, se trata de moldear estas ideas hasta que tengan nuestra propia medida. No es preciso desecharlas, no se trata de ser rebeldes, sino acomodarlas hasta que dejen de ser un cuerpo extraño. Es necesario rescatar la voz del ser que ha sido silenciada bajo mandatos impuestos con la coacción del miedo y la intimidación. Es poner a esa voz autoritaria y rígida -que todos tenemos- en su lugar, instándola a considerar las circunstancias con mayor realismo y respeto por nuestras necesidades y sentimientos.

Esta digestión no puede llevarse a cabo si nos hallamos incapacitados para escuchar nuestro ser. La clave para llegar al ser es sentir el cuerpo. Todo aquello que nos sucede acontece en el cuerpo. Sin embargo, cuando estamos poseídos por nuestros introyectos estamos más interesados en hacernos calzar dentro de una imagen ideal que de experimentar y expresar lo que realmente somos. Vivimos atrapados en el mundo de las ideas y en lugar de vivenciar la realidad, lo que tomamos por experiencia no son más que los juicios que hace nuestra mente[1]; “esto me gusta”, “esto no me gusta”, “esto es bueno”, “esto es malo”, “esto debiera ser de otro modo”, etc. Funcionando así nos volvemos ignorantes en relación a lo que realmente nos sucede ya que nuestras energías las invertimos en manipular las cosas para obtener el resultado deseado –no por nosotros, sino por las exigencias que los introyectos imponen-.

La salida es poner atención a nuestro cuerpo, específicamente, poner atención a nuestras sensaciones. Las sensaciones corporales poseen un lenguaje que, para quién está habituado a jugar a calzar la realidad con la idea de cómo ésta debiera ser, resulta incomprensible, carente por completo de significado. Pero si atendemos pacientemente al flujo de sensaciones corporales, poco a poco descubriremos que éste es el lenguaje natural de nuestro ser real. Una sensación que en un comienzo parece completamente carente de significado –por ejemplo, un leve dolor muscular en el cuello que podríamos atribuir a haber sostenido una mala postura durante demasiado tiempo-, puede finalmente llevarnos a descubrir sentimientos extremadamente complejos que nos invitan a actuar, sentir y pensar de modos que desafían los mandatos de nuestro ego, de nuestros introyectos.

En la medida en que aprendemos este nuevo lenguaje silencioso y profundo, comenzamos a desprendernos de los roles falsos y las ideas autoimpuestas con las que hemos cargado nuestros fardos. Necesitamos establecer, literalmente, un diálogo entre nuestras ideas y nuestro cuerpo, de modo que las ideas finalmente se conviertan en leales servidores de nuestra alma.

Terapia Gestalt desde Adentro: Digerir la Exigencia de Ser Bueno

Para ilustrar cómo es el trabajo terapéutico con los introyectos en la terapia Gestalt, relataré el caso de un consultante y expondré una sesión de terapia en la cual acometimos esta tarea. Juan es el hermano mayor y desde muy pequeño se sintió compelido a representar el rol de buen hijo ante a sus padres. De diversas formas sutiles y no tan sutiles sus padres le hicieron sentir que él debía comportarse como un buen hombre, considerado con los demás, inteligente, no dar problemas con sus emociones negativas y estar de su parte siempre, a pesar de que esto pudiese ir contra sus propios sentimientos. Creyendo que en el caso de no cumplir con estas expectativas perdería el amor de ellos, introyectó toda clase de mandatos derivados de estas expectativas puestas en él. Como sucede a muchos hermanos mayores, tiene la tendencia a relacionarse con sus hermanos como si fueran sus hijos, aconsejándoles e intentando guiarlos por el buen camino, es decir, el camino que satisfaga las expectativas de sus padres.

El trabajo con este mandato de ser bueno comenzó un día en que me relató un conflicto que había tenido con su pareja. Ella pasaba por un período difícil y se encontraba inestable emocionalmente. Se irritaba y se ofendía con mucha facilidad ante comentarios aparentemente bienintencionados de Juan. El se sentía agobiado por las reacciones de ella y se hallaba en un conflicto entre terminar la relación y el profundo amor que le tenía. Indagando en esta situación, me dijo que ella se quejaba de que él era demasiado exigente, ante Juan sentía que tenía algo malo que debía erradicar cuanto antes, como si ella como persona estuviese mal. Hasta ese día, Juan no había reparado en el hecho de que el problema en su relación no se debía sólo a la inestabilidad emocional de ella, sino que también se debía a la presión que él ponía para que ella estuviese tranquila y libre de conflictos. Le exigía a ella que fuese como él mismo se exigía ser, un buen hijo que no causa problemas a los demás y que tiene la inteligencia justa para resolver sus propios conflictos.

Apenas se hizo consciente que le exigía a su pareja lo mismo que sus padres a él, se sintió incómodo con su propia actitud –fue el inicio del rescate de su verdadero ser-. Pudo ver claramente cómo la exigencia de ser bueno también era un mecanismo de auto-tortura que despierta en él sentimientos de inseguridad, ansiedad y angustia. En la medida en que dejó de identificarse con “Juan el Bueno”, se sintió apenado de haber hecho esas exigencias poco empáticas a su pareja y comprendió que en realidad su deseo más profundo no era corregirla a ella, sino estar con ella y acompañarla. En vez de ser su padre, quería ser su amante y compañero pero el introyecto lo invadía de tal modo que no había tenido lugar para su ser real en la relación cada vez que su pareja “se portaba mal”. Había estado representando el rol de un padre bienintencionado que quiere corregir a su hija –criticándola y haciéndola sentir mala-, papel que le resultaba incómodo y lo hacía pensar en que lo mejor era terminar la relación –aunque no era esto lo que de verdad él quería-.

En otra sesión posterior, mientras me hablaba de su familia y cómo las exigencias de sus padres lo habían llevado a adoptar la actitud de buen hijo, mencionó que tenía un hermano que daba muchos problemas a sus padres y que se salía por completo del molde al que Juan se había ajustado, situación que despertaba sentimientos encontrados en él; tenía sentimientos de empatía hacia él y al mismo tiempo rabia hacia su actitud rebelde.

Consideré que había llegado el momento oportuno de usar una técnica gestáltica para trabajar con su introyecto. Habitualmente, cuando se trabajan introyectos con la silla vacía[2], le pedimos a la persona que represente teatralmente en una silla a la voz de sus autoexigencias, la voz de exigido y luego que desarrolle un diálogo entre estas dos partes. Intuyendo que la identificación de Juan con su introyecto era demasiado fuerte como para poder hacer un diálogo así de directo, escogí situar en una de las sillas a su hermano –es decir, Juan representaría a su hermano- usándolo como la voz que cuestionaría las actitudes rígidas de Juan –en este caso representado por Juan mismo-. Así, el trabajo con el introyecto de Juan saldría un poco de lo convencional. El objetivo al trabajar de este modo fue doble, por un lado, Juan tendría oportunidad de arreglar las cosas con su hermano y por otro, su hermano le enrostraría a Juan su introyecto, cuestión que ayudaría a Juan a hacerse consciente de éste.

A continuación hay una reconstrucción de la sesión a partir de lo que puedo recordar de ésta. Es una reconstrucción muy básica, el trabajo real es mucho más rico en sentimientos e intercambios verbales. Sirva, sin embargo, para dar una idea del trabajo con los introyectos.

T: Siéntate en esa silla, imagina que eres tu hermano y cuéntame como eres tú, tu forma de ser, cómo te sientes en tu familia… todo lo que puedas contarme sobre ti.

Juan como Diego: Yo soy Diego, tengo 16 años. En mi familia siempre están criticando, siempre me están diciendo que todo lo que hago está mal. Es que yo no quiero hacer las cosas como mis padres quieren que las haga, quiero ser yo mismo. Nadie me entiende realmente.

T: ¿Qué quieres decir con ser tú mismo?

Juan como Diego: A mí me gusta la música, canto hip-hop. No les gustan mis amigos, me critican porque no soy tan buen alumno como ellos quisieran… pero esto es lo que me gusta, y lo hago bien, pero ellos no me entienden.

T: ¿Cómo te sientes con esta situación?

Juan como Diego: Me da pena, me siento solo.

T: ¿Cómo es tu relación con Juan?

Juan como Diego: Siento que él me trata de ayudar, de todos es el que mejor puede entenderme. Pero igual me critica, menos que los demás, quizás porque como ya no vive con nosotros o quizás es un poco más abierto de mente. Siento que de todos modos también está del lado de mis papás.

T: Cámbiate de asiento y sé tú mismo. Dile qué sientes al escucharlo.

J: Te quiero hermano, pero también me da rabia tu actitud. Yo entiendo que los papás son exigentes y rígidos, pero me molesta que seas irrespetuoso con ellos, como si no te dieras cuenta de todos los malos ratos que los haces pasar, como si no tuviesen suficientes malos ratos con la mala situación económica en la que están. Me molesta tu desconsideración.

T: Cámbiate de asiento y respóndele a Juan, dile cómo te sientes al escucharlo.

Juan como Diego: Me da pena, me siento más solo aún. Es que para ti ha sido fácil cumplir con las expectativas que ellos tienen. Siempre has sido buen hijo, fuiste buen alumno, después de eso estudiaste una carrera profesional como ellos querían, como debe ser. Cuando llegas a la casa te están esperando siempre con los brazos abiertos, como si fueras el más querido, incluso el ambiente en la casa mejora cuando llegas tú. Pero yo nunca he podido hacer las cosas como ellos quieren. Nunca les ha gustado mi modo de ser, no me resulta ser como tú. No puedo ajustarme… ellos son demasiado cerrados en sus ideas de cómo hay que ser y simplemente yo no encajo en ese molde. Siento que yo nunca he tenido el cariño y la aprobación de ellos… es que no puedo ser como ellos quieren. He elegido ser yo mismo, hacer las cosas a mi modo. Me da pena que tu tampoco me apoyes, tu eres el que podría ser más abierto de mente, pero no, te quedas en tus libros solamente, eres abierto de mente de la boca para afuera, yo en cambio estoy más en el mundo, aprendo por mí mismo. Veo que tienes miedo.

T: Cámbiate de asiento y respóndele a tu hermano.

J: Me da pena escucharte… Tienes razón, en verdad yo siempre me he mantenido dentro de una zona segura, haciendo las cosas que a ellos les gustan para no perder su cariño. En cambio tú, has hecho todo lo contrario, no teniendo el cariño de ellos te has atrevido a ser tú mismo... En realidad siento admiración por ti, es verdad que me quedo en las ideas solamente, tú has tenido el valor de vivir la vida desde más cerca. Me gustaría poder defenderte cuando los papás te critican, te pido disculpas porque yo podría apoyarte más a ti, pero me da miedo salirme de este papel. Siento angustia al imaginar a los papás decepcionados de mí.

Juan como Diego: Me siento mejor al escucharte. A mí me gustaría que me apoyaras. Hay otras formas de vivir la vida, la única forma de aprender y crecer no es como ellos dicen. Gracias.

J: Me doy cuenta ahora que en realidad eres una persona tremendamente valiente y me doy cuenta del miedo que tengo a que los papás se decepcionen de mí. Es como si me sintiera presionado por estar del lado de ellos, cuando en realidad preferiría apoyarte a ti… tengo harto que aprender de ti. Siempre me muestro frente a ti como el que sabe más, dándote consejos de cómo hacer las cosas, pero en realidad, siendo mucho menor que yo, tienes mucho que enseñarme.

Para el lector que nunca ha vivido por sí mismo un trabajo como el que describo aquí, los diálogos podrán parecer triviales y carentes de significado. Sin embargo, cada vez que Juan hablaba de sus sentimientos, era fácil darse cuenta cómo éstos eran genuinos, intensos y reales. El uso de esta técnica permite realizar el diálogo entre las ideas caducas y el cuerpo. Y el diálogo entre las ideas y el cuerpo, suele tomar la forma de un diálogo que poco a poco se hace congruente con los sentimientos que surgen durante el trabajo y, de este modo, el introyecto termina de ser digerido.

Cuando Juan se apena reconociendo que quiere ayudar a su hermano y defenderlo ante sus padres, se diferencia del mandato introyectado, a saber “debes ser leal a tus padres a pesar tuyo”. Lo mismo ocurre cuando siente admiración hacia su hermano; desde su ser real, sabe que quisiera ser menos “obediente” de lo que se ha permitido a sí mismo ser y lo que en un comienzo era un sentimiento de rabia hacia la actitud de su hermano, acaba por convertirse en admiración hacia el coraje que él mismo quisiera tener. Al mismo tiempo, su hermano –en realidad él mismo representando a su hermano-, le da una imagen clara del personaje introyectado que ha venido representando durante toda su vida; el hijo bueno que sigue un curso de vida adecuado a los ojos de sus padres.

¿Quién entonces sentía rabia hacia Diego? Sin duda, no el verdadero Juan, sino el personaje postizo que se exigía ser para satisfacer las expectativas de los padres y no perder así su cariño. Juan quería realmente ayudar a su hermano, sin embargo, al encarnar la voz de sus padres cada vez que intentaba ayudar a Diego, conseguía el efecto opuesto; Diego se sentía más sólo y más resentido con su familia. El mejor modo en que Juan puede ayudar a su hermano es despojarse del personaje introyectado y ser él mismo; para Diego será reparador saber que su hermano mayor siente admiración hacia él y que su hermano Juan también siente incomodidad ante las excesivas expectativas de sus padres.

Algunas Sugerencias para el Trabajo Personal con Introyectos

Cuando Fritz Perls se refería a todos los deberes que nos hemos autoimpuesto, solía usar la metáfora del perro de arriba y el perro de abajo. La idea es que todos tenemos una voz “mandona” que nos dice cómo deberíamos hacer las cosas y por otro lado, un “mandado” que intenta cumplir, la mayor parte de las veces, esos mandatos poco considerados.

El perro de arriba suele ser una especie de representante de la ley y, dependiendo de las particularidades de las personas, puede tener el aspecto de un juez, un policía, un matón, una madre bienintencionada, un padre estricto, etc. El perro de abajo es siempre la contraparte del perro de arriba y correspondientemente podría tomar la forma de un enjuiciado, un delincuente, una víctima, un niño regalón, un niño rebelde, etc. Habitualmente el perro de arriba exige una infinitud de asuntos que la persona debe cumplir y suele hacerlo declarando buenas intenciones y deseos de ayudar, sin embargo, debido a que las exigencias no están hechas a medida del ser real de la persona y por lo tanto, la persona realmente no tiene interés en cumplir, el perro de abajo hace intentos frustrados por cumplir o bien, simplemente da buenas excusas para no hacerlo.

Cuando somos víctimas de nuestros propios introyectos, estos bandos opuestos resultan más o menos evidentes. Nos exigimos trabajar con disciplina mientras vemos, impotentes, como hacemos todo lo posible para descansar. Nos exigimos ser fuertes y duros emocionalmente, al tiempo que nos descubrimos actuando impulsivamente una y otra vez. Nos exigimos no enojarnos pero nos irritan los asuntos más triviales. Nos exigimos decir la verdad y acabamos mintiendo. Por supuesto que esto nos genera mucho malestar, ya que quien se exige, por ejemplo ser productivo, al momento de descansar no se deja a sí mismo en paz diciéndose una y otra vez lo negligente que está siendo con tal conducta.

Para trabajar con nuestros introyectos podemos entonces atender a aquellas situaciones en las que nos encontramos entre nuestro perro de arriba y nuestro perro de abajo. En el caso de Juan, los primeros descubrimientos los hicimos a partir del malestar que él mismo experimentaba al exigirle a su pareja estar equilibrada emocionalmente; por un lado, se sentía disgustado de los arrebatos emocionales de ella y sentía deseos de dejarla, pero al mismo tiempo quería mantenerse a su lado. Hasta que no pudo digerir su introyecto se sentía tironeado por estas dos fuerzas. En la medida en que pudo ir dejando atrás su propia autoexigencia, fue dejando de presionarla a ella y se sintió más a gusto con su relación.

Una vez que hayamos identificado a cada bando, necesitaremos convertirlos en personajes que podamos representar. Para eso, podemos preguntarnos cuál es el tono de voz con el que el perro de arriba hace sus exigencias, ¿es como un juez, como una madre cariñosa, como un militar? Luego podemos agregar detalles sobre su aspecto físico, ¿es hombre, mujer, cómo sería su vestimenta, etc? Lo mismo debemos hacer con el perro de abajo.

Luego de convertir ambos bandos en personajes, pondremos dos sillas, una frente a otra. Cada silla servirá para que representemos, alternativamente, a nuestro perro de arriba y el perro de abajo. En el ejemplo que puse con Juan, en vez de representar cada bando como un personaje interno, usé como perro de abajo a su hermano y como perro de arriba a él mismo. Sin embargo, al trabajar con nuestros introyectos de modo personal, recomiendo utilizar siempre personajes del propio paisaje interior.

Comenzaremos representando al perro de arriba. Adoptaremos la actitud corporal del personaje, su forma de hablar, e imaginariamente miraremos al perro de abajo sentado en la silla vacía que está frente a nosotros. Le hablaremos y le explicaremos cuáles son, a nuestro parecer todos sus deberes, de qué manera falla en cumplirlos y lo más importante, lo que sentimos hacia él. Luego nos cambiaremos de silla, tomaremos consciencia de qué es lo que sentimos al escuchar lo que nuestro perro de arriba nos exige y responderemos. Luego volveremos a cambiarnos una y otra vez hasta que cada personaje se sienta en paz con el otro.

Para que este trabajo de resultados reales, cada vez que nos cambiemos de silla debemos tomarnos unos segundos para darnos cuenta de qué sentimos al escuchar a nuestra contraparte y luego, al responder, deberemos expresar[3] lo que sentimos. A continuación presento un ejemplo típico de trabajo con introyectos:

Perro de Arriba: Al verte ahí sentado con esa actitud de comodidad, me da rabia contigo. Tienes tantas cosas que hacer y te quedas sentado perdiendo tu tiempo. Deberías estar estudiando, deberías haber hecho el aseo y ordenarte con los pagos de las cuentas mensuales. Pero en vez de eso, te quedas sin hacer nada, viendo la televisión… siempre pierdes el tiempo, si los demás se enterasen de cuantas horas pierdes en la televisión opinarían lo mismo que yo. ¡Eres un vago!

Perro de Abajo: Si sé que tengo cosas que hacer. Me da miedo escucharte hablarme con ese tono de voz… me siento culpable. Perdón. Es que estoy tan cansado…

Perro de Arriba: Perdón, siempre pides perdón, pero nunca haces nada. ¡Basta de pedir perdón alguna vez y ponte a hacer lo que no has terminado! ¡No eres la primera ni la última persona que se cansa, eso no es excusa!

Perro de Abajo: Ya, pero no es necesario que me hables con ese tono de voz… me molesta… me da rabia. Me hablas como si yo fuese la peor persona del mundo, como si fuese una especie de criminal… y no he hecho nada tan grave… Estoy enojado contigo, nunca me dejas en paz, siempre criticando, como si me estuvieras castigando todo el tiempo. ¡Deja de gritarme de ese modo!

Perro de Arriba: ¿Te molesta que te hable así? Pero es que si no me pongo firme no haces nada.

Perro de Abajo: Si, me molesta. Toda la vida te he tenido que estar escuchando, te pareces a mi mamá cuando yo no hacía las tareas. Le tenía miedo por la forma en que me hablaba. Y estoy cansado de que me hables así. Si no te diriges a mí con más amabilidad ¡no voy a hacer nada! Me niego a obedecerte si no me tratas como me merezco. No soy ningún criminal, sólo estoy cansado.

Perro de Arriba: Me siento mal… no sabía que te hacía tanto daño mi forma de hablarte. Es que tú sabes que si dejas pasar tanto tiempo sin hacer las cosas después es peor. Lo lamento, no volveré a hablarte así.

Perro de Abajo: Gracias, parece que no eres tan mala persona después de todo. Me siento con mejor ánimo ahora que me has entendido. Incluso me siento más abierto a escuchar las cosas que me dices, tienes razón en algunas cosas. Ahora podría escucharte sin resentimientos… es que cuando me hablas de mala manera lo último que quiero hacer son las cosas que me pides.

Perro de Arriba: Yo no sabía que tu flojera tuviera algo que ver con la forma en que te trato. Voy a hablarte con más calma.

Perro de Abajo: Y por favor, cuando estoy cansado déjame descansar sin hacerme sentir culpable. De verdad estoy cansado no estoy montando un show, sé que tengo cosas que hacer, pero también necesito descansar.

En este ejemplo se puede apreciar con mucha claridad en qué consiste la “digestión” de un introyecto. Poco a poco, en la medida en que vamos abriendo nuestro diálogo interior y recuperamos los sentimientos que habíamos olvidado, las viejas ideas se acomodan a nuestras reales necesidades y nuestro ser real. La invitación es a recuperar la espontaneidad y a vivir con respeto por nosotros mismos creando una especie de reforma interna. No se trata de volverse un rebelde frente a nuestras autoexigencias absurdas, sino aprender a dialogar con nosotros mismos empatizando y acogiendo a nuestro ser esencial.

Tomás de la Fuente H.

Marzo 2012



[1] Ver artículo “Aquí y Ahora; Experimentar la Realidad Tal Cual es” para una discusión más acabada sobre este punto.

[2] La técnica de la silla vacía ya fue descrita en el capítulo "Historias de Gestalt: Llenar los Vacíos de la Personalidad"..

[3] En relación cómo expresarse al hablar, recomiendo revisar el artículo “Como expresarse para expresarse”.